Dos by Irène Némirovsky

Dos by Irène Némirovsky

autor:Irène Némirovsky [Némirovsky, Irène]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Realista
editor: ePubLibre
publicado: 1939-01-01T00:00:00+00:00


20

La hija de Antoine y Marianne vino al mundo una noche de julio. El verano, que ese año se había adelantado, era sofocante y pródigo en ruidosas tormentas y trombas de agua que no refrescaban ni un poco el aire abrasador.

Antoine había iniciado ya la vida a dos bandas que llevaría durante largos años: por un lado, Évelyne; por otro, Marianne y la familia. Évelyne ocupaba el lugar que la noche y los sueños tienen en la vida de un enfermo para el cual las alucinaciones adquieren tanta fuerza que acaban suplantando a la vida real, pero sin perder nunca ese carácter de misterio y extrañeza que es su rasgo distintivo.

En presencia de Évelyne, Antoine era él mismo, con sus pasiones, su debilidad, su crueldad y sus deseos sin freno; en compañía de Marianne y de su hija recién nacida, o en la oficina con Lennart, empezaba ya a dar forma al hombre que deseaba ser y que, más tarde, verían en él sus hijos, que dirían tras su muerte: «Era un hombre tranquilo, frío, prudente, sin demasiada vida interior… muy distinto del joven que había sido…».

En algunos momentos, él era consciente de ello. «Entre los veinticinco y los cuarenta años —se decía— todo hombre modela su propia estatua».

Aquel hombre que se le parecía, pero no era él, se había sentido feliz al nacer su hija, había padecido con el sufrimiento de Marianne y estaba contento de verla recuperarse y constatar la buena salud y el crecimiento de su hijita.

Ya hacía quince días que había nacido. Por las tardes, la niñera dejaba al bebé en la habitación de Marianne y se retiraba una hora; ellos se quedaban solos. Pero aún no se había ido.

Ese día, el calor había sido especialmente asfixiante. Antoine descorrió las cortinas y abrió las ventanas. Un poco de viento se alzaba por fin sobre el río. Tuvo miedo por la niña. Levantó con cuidado la capota del moisés. La pequeña dormía con la carita enrojecida, apretando los pequeños puños con el talante obstinado, furioso y sufriente que tienen los recién nacidos. Antoine se dio la vuelta, se acercó a la cama y acarició con suavidad la cabeza de su mujer, que sonrió.

—¡Ay, cómo me gustaría que todo esto hubiera acabado, que ya estuviera usted bien!

—Pero si me encuentro perfectamente… —respondió ella, y oyendo el ruido del viento, que había arreciado e hinchaba las cortinas, murmuró—: Otra vez tormenta…

—¿Ha venido mucha gente hoy?

—Ha estado Solange. Creo que su marido acabará secuestrándola: la ha encerrado en la casa que se acaban de hacer en el campo y cada vez que ella quiere venir a París le monta una escena. Y tampoco le gusta que nadie la visite. Pone como excusa su salud, pero lo que ocurre es que es celoso. —Marianne se interrumpió para escuchar los lejanos rugidos de los truenos—. La tormenta… ¡Ay, si mañana hiciera un poco más de fresco!

—Habría que cerrar las ventanas, ¿no cree usted, querida?

—No, si cierra nos ahogaremos. ¿La niña está bien tapada? ¿No le da el aire?

—No, donde está es imposible.



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