Don Juan Tenorio by José Zorrilla
autor:José Zorrilla [Zorrilla, José]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Teatro, Drama
editor: ePubLibre
publicado: 1844-01-01T05:00:00+00:00
Escena II
DOÑA INÉS y BRÍGIDA.
DOÑA INÉS.—¡Dios mío, cuánto he soñado!
¡Loca estoy! ¿Qué hora será?
Pero ¿qué es esto? ¡Ay de mí!
No recuerdo que jamás
haya visto este aposento.
¿Quién me trajo aquí?
BRÍGIDA.—Don Juan.
DOÑA INÉS.—Siempre don Juan…
¿Aquí tú también estás,
Brígida?
BRÍGIDA.—Sí, doña Inés.
DOÑA INÉS.—Pero dime en caridad,
¿dónde estamos? Este cuarto
¿es del convento?
BRÍGIDA.—No tal;
aquello era un cuchitril
en donde no había más
que miseria.
DOÑA INÉS.—Pero, en fin,
¿en dónde estamos?
BRÍGIDA.—Mirad,
mirad por este balcón,
y alcanzaréis lo que va
desde un convento de monjas
a una quinta de don Juan.
DOÑA INÉS.—¿Es de don Juan esta quinta?
BRÍGIDA.—Y creo que vuestra ya.
DOÑA INÉS.—Pero no comprendo, Brígida,
lo que dices.
BRÍGIDA.—Escuchad.
Estabais en el convento
leyendo con mucho afán
una carta de don Juan,
cuando estalló en un momento
un incendio formidable.
DOÑA INÉS.—¡Jesús!
BRÍGIDA.—Espantoso, inmenso;
el humo era ya tan denso,
que el aire se hizo palpable.
DOÑA INÉS.—Pues no recuerdo…
BRÍGIDA.—Las dos,
con la carta entretenidas,
olvidamos nuestras vidas,
yo oyendo, y leyendo vos.
Y estaba en verdad tan tierna,
que entrambas a su lectura,
achacamos la tortura
que sentíamos interna.
Apenas ya respirar
podíamos, y las llamas
prendían en nuestras camas;
nos íbamos a asfixiar,
cuando don Juan, que os adora,
y que rondaba el convento,
al ver crecer con el viento
la llama devastadora,
con inaudito valor,
viendo que ibais a abrasaros,
se metió para salvaros
por donde pudo mejor.
Vos, al verle así asaltar
la celda tan de improviso,
os desmayasteis… preciso;
la cosa era de esperar.
Y él, cuando os vio caer así,
en sus brazos os tomó
y echó a huir, yo le seguí,
y del fuego nos sacó.
¿Dónde íbamos a esta hora?
Vos seguíais desmayada;
yo estaba ya casi ahogada.
Dijo, pues: «Hasta la aurora
en mi casa las tendré».
Y henos, doña Inés, aquí.
DOÑA INÉS.—¿Conque ésta es su casa?
BRÍGIDA.—Sí.
DOÑA INÉS.—Pues nada recuerdo a fe.
Pero… ¡en su casa…! ¡Oh! Al punto
salgamos de ella… yo tengo
la de mi padre.
BRÍGIDA.—Convengo
con vos; pero es el asunto…
DOÑA INÉS.—¿Qué?
BRÍGIDA.—Que no podemos ir.
DOÑA INÉS.—Oír tal me maravilla.
BRÍGIDA.—Nos aparta de Sevilla…
DOÑA INÉS.—¿Quién?
BRÍGIDA.—Vedlo, el Guadalquivir.
DOÑA INÉS.—¿No estamos en la ciudad?
BRÍGIDA.—A una legua nos hallamos
de sus murallas.
DOÑA INÉS.—¡Oh! ¡Estamos
perdidas!
BRÍGIDA.—¡No sé en verdad
por qué!
DOÑA INÉS.—Me estás confundiendo,
Brígida… y no sé qué redes
son las que entre estas paredes
temo que me estás tendiendo.
Nunca el claustro abandoné,
ni sé del mundo exterior
los usos, mas tengo honor;
noble soy, Brígida, y sé
que la casa de don Juan
no es buen sitio para mí;
me lo está diciendo aquí
no sé qué escondido afán.
Ven, huyamos.
BRÍGIDA.—Doña Inés,
la existencia os ha salvado.
DOÑA INÉS.—Sí, pero me ha envenenado
el corazón.
BRÍGIDA.—¿Le amáis, pues?
DOÑA INÉS.—No sé… mas, por compasión,
huyamos pronto de ese hombre,
tras de cuyo solo nombre
se me escapa el corazón.
¡Ah! Tú me diste un papel
de manos de ese hombre escrito,
y algún encanto maldito
me diste encerrado en él.
Una sola vez le vi
por entre unas celosías,
y que estaba, me decías,
en aquel sitio por mí.
Tú, Brígida, a todas horas
me venías de él a hablar,
haciéndome recordar
sus gracias fascinadoras.
Tú me dijiste que estaba
para mío destinado
por mi padre, y me has jurado
en su nombre que me amaba.
¿Que le amo dices…? Pues bien;
si esto es amar, sí, le amo;
pero yo sé que me infamo
con esa pasión también.
Y si el débil corazón
se me va tras de don Juan,
tirándome de él están
mi honor y mi obligación.
Vamos, pues, vamos de aquí
primero que ese hombre venga;
pues fuerza acaso no tenga
si le veo junto a mí.
Vamos, Brígida.
BRÍGIDA.—Esperad.
¿No oís?
DOÑA INÉS.—¿Qué?
BRÍGIDA.—Ruido de remos.
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