Diarios de Corea. Viaje a la última frontera de la Guerra Fría by Bruno Galindo

Diarios de Corea. Viaje a la última frontera de la Guerra Fría by Bruno Galindo

autor:Bruno Galindo [Galindo, Bruno]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Divulgación, Ciencias sociales
editor: ePubLibre
publicado: 2007-02-27T16:00:00+00:00


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—¿Quién querrá perro?

Hay que pedirlo con anticipación. Se come cada verano en los últimos días de julio. Se trata de una costumbre tan arraigada que resiste las diferencias entre el Norte y el Sur, pues en ambos territorios se prepara tan exquisito plato en los últimos días de julio: los días más calurosos del año. De acuerdo con la creencia china, la carne del can favorece la energía yang, asociada a la masculinidad. Respecto a que se consuma durante el período álgido del verano, parece ser que la ingestión del animal durante el calor extremo refuerza extraordinariamente las vísceras principales del hombre. No es descabellado pensar que en un país tan tradicionalmente habituado a la guerra y a la escasez, la costumbre tenga, en todo caso, algún vínculo con la necesidad. Todo lo cual se traduce, en todo caso, en el sacrificio de un buen número de perros al año. Basilio insiste.

—¿Nadie se anima con el poshingtang?

La imagen del mejor amigo del hombre troceado y reducido en una sopa picante toca la fibra sensible de buena parte de los occidentales. Pero al final hay un número considerable de atrevidos que levantan la mano.

En el Restaurante Número 1, el inmenso televisor muestra una sucesión de imágenes de los últimos Juegos Olímpicos. ¿Alguna esperanza de medalla por parte de nuestros anfitriones para la próxima edición, en Atenas?

—Quizá Jong Jong-il, nuestra campeona mundial de maratón —aventura el señor Cho—. O tal vez Kye Jong-il, campeona del mundo de judo. O Ri Jong-il, levantadora de pesos.

Entra la señorita Kim, y reparte periódicos en los que se ven fotos del grupo.

¿Dónde fue esto? Medallas y copas, diplomas. Ah, sí. El Palacio de Escolares y Niños de Mangyondae.

El palacio es un enorme complejo repleto de infantes que acuden a un sinfín de actividades extraacadémicas de toda índole. El edificio tiene la forma de una umuni —término que designa a la madre— con los brazos abiertos, ocho pisos y más de doscientas salas para los más de cinco mil niños que suelen pasar cada día por allí. Su superficie total es de Jong-il metros cuadrados. El grupo se acerca. Daniel aprovecha los últimos instantes en tierra atusándose el pelo frente al retrovisor del autobús. Alberto prueba su cámara su vídeo; probando, probando, habla junto al micrófono, y empieza a narrar: «Ahora nos van a llevar a una escuela de secundaria». «Ahora, a una escuela», murmura Max. «Siempre nos enseñan las carcasas», rezonga su socio Dieter.

A cada entrada de los visitantes, los niños y las niñas muestran sus aptitudes para tocar instrumentos musicales, bordar, pintar, jugar al ping-pong o lanzarse al agua desde elevados trampolines. Después se cierra la puerta y ahí se quedan. «Monstruitos de feria —musita Holger—. Estoy cada vez más harto».

Los extranjeros van entrando en distintas aulas y siempre reciben un aplauso, pues siempre hay un aplauso esperando a la Marcha. Entre una y otra puerta, la tropa va recorriendo los pasillos. No hay dibujos de casitas con chimeneas humeantes, no hay ilustraciones con ceras



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