Cristo De Nuevo Crucificado by Nikos Kazantzakis

Cristo De Nuevo Crucificado by Nikos Kazantzakis

autor:Nikos Kazantzakis
La lengua: es
Format: mobi
Tags: prose_contemporary
ISBN: 9788428601054
editor: Pomaire, S.A.
publicado: 2011-11-16T00:00:00+00:00


CAPÍTULO XI

Mientras que unos hombres, ciegos por las pasiones, gemían en los infiernos, y que otros, esforzándose por vencer a la naturaleza, pretendían escalar el cielo, las espigas, tranquilas y dóciles, maduraban, inclinaban a la tierra sus cabezas cuajadas de granos y esperaban la hoz.

Desde el amanecer, las muchachas, con pañuelo blanco anudado a la cabeza, para protegerse del sol, habían elegido las hoces y se habían desparramado por la llanura. Habían olvidado ya el peligro que sacudió a la aldea, y charlaban a media voz entre carcajadas; ora se acordaban de la viuda y se ponían coloradas, ora de Hussein a quien habían visto ahorcado en el plátano, medio desnudo y vergonzosamente mutilado. Soplaba el viento y la horrible carroña se balanceaba rechinando los dientes y mordiéndose la lengua que colgaba ya violeta.

Pero sus rostros se iluminaban cuando pensaban en Manolios. Aquel día, sus madres, cuando el agá las despidió, habían vuelto corriendo de la plaza y no dejaron de contar cómo Manolios había aparecido en la puerta del agá, valiente, esbelto y rubio como un arcángel. «Malas lenguas pretendían hacernos creer que su rostro estaba deformado por la lepra; mentiras, querida, mentiras todo eso, afirmaban, su rostro está resplandeciente como el sol».

Las muchachas entraron en los campos y se dieron prisa a manejar la hoz; agarraban las espigas a puñadas, hacían brazadas y las iban atando en gavillas y dejando atrás. No cesaban de charlar ni de referirse cuentos mordaces acerca de los muchachos de la aldea, burlándose de sus defectos — éste era chepudo, aquél patizambo, este otro tartamudeaba... Y se reían a mandíbula batiente...

La mujer y las dos hijas de Panayotaros, Pelagia y Crisula habían ido también a segar su misérrimo campo. Desgalichada de gesto amargo, envejecida antes de tiempo, la infeliz madre llevaba un pañuelo negro anudado a la cabeza, como era costumbre entre las viudas. Caminaba delante, acabada, silenciosa. ¿Por qué había nacido? ¿Qué mal había hecho para que Dios la castigara así? ¿Y qué mal había hecho su marido para caer tan bajo, hacerse borracho perdido y ser el hazmereír del pueblo? ¡Aquel muchachote, todo buenas cualidades, poco hablador y muy trabajador, que no se atrevía ni aun a levantar la vista cuando pasaba delante de su puerta! Ella era la hija única de una familia desahogada, y él, un pobre diablo. Un día, su difunto padre lo había llamado y le había dicho: «Panayotaros, tú me agradas; eres pobre, pero trabajador y honrado. Sé que quieres a mi hija, tómala con mi bendición». Y él se casó con ella. Todo había ido bien hasta el maldito día en que la viuda se cruzó en su camino.

—¡Maldita sea esa perra! Ella es la causa de todo... Oh, Dios mío, ¿puedes escuchar a las mujeres honestas? ¡Sí, sí, escúchame: arrójala a los infiernos, que se achicharre con Judas!

Mas apenas se le hubo escapado ese nombre, se estremeció. Era como si hubiera pedido a Dios que hasta en el infierno, y por toda la eternidad, su marido, a quien todo el mundo llamaba Judas, no se separase de la viuda.



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