Carne de sirena by Montero Glez

Carne de sirena by Montero Glez

autor:Montero Glez
La lengua: spa
Format: epub
editor: Ediciones Temas de Hoy
publicado: 2022-03-21T11:44:42+00:00


12

El alma de las ocas

Antes de seguir, hay que apuntar que los cimientos de la posada tenían más de ocho siglos. Habían sido levantados con propósito compasivo, pongamos que misericordioso, para dar albergue a las gentes que perdían sus pasos por las rutas de peregrinación Xacobea. Por lo que cuentan, el apóstol Santiago de Zebedeo o Jacobo de Zebedeo fue decapitado por Herodes y su cuerpo fue desembarcado en una isla cuyo nombre no aparece en los mapas. Todo esto, al no poder demostrarse científicamente, ha llevado a las autoridades a no incluir dicha isla en la ruta Xacobea actual, y menos aún en airear la antigua leyenda; la misma que cuenta que se trata del lugar exacto donde desembarcó el cuerpo decapitado del apóstol. De saberse la verdad, sería un juego sucio que traería consecuencias económicas a los beneficiarios del actual Camino de Santiago.

El tal Penedo bien lo sabía, por eso, una vez al mes pasaba por las oficinas de la Xunta a cobrar su correspondiente silencio. Con el pelo rojo alborotado y la cara castigada por la lluvia se presentaba en uno de los mostradores donde recogía el sobre. Luego se daba media vuelta y volvía sobre sus pasos, arrastrando los pies calzados en sus eternas zapatillas a cuadros.

Con cierta inquietud, el tal Penedo asistía a las noticias que asomaban a los periódicos de tarde en tarde, y que venían a evidenciar que el verdadero lugar donde fue dejado el cuerpo decapitado del apóstol no era Santiago de Compostela, sino aquella isla deshabitada donde solo una iglesia y una posada se mantenían en pie. Llevado por cierto complejo de culpa, lo último que deseaba Penedo era que sospecharan que se había ido de la lengua. Podía perder el sobre, y él no tenía edad ya para meterse en líos. Aunque aquellas noticias saltaban de tarde en tarde, el temor no le abandonaba. Incluso ahora, que está tras la barra, y que la conversación amenaza con llegar hasta regiones prohibidas para su bolsillo debido a la curiosidad de un forastero que había empezado a preguntar acerca del sitio.

Con su voz puntiaguda, Penedo se queja de nuevo por la borrasca. «¡Vaya tempo del carallo! ¡Se ha enganchado bien el temporal!», y gruñe mientras se pasa la lengua por las encías con un sonoro chasquido, chuic, chuic, quizás para retirar un resto de comida o como imaginó Andrés Bouza, para tomarse su tiempo en preparar nuevos argumentos que le ayudasen a seguir discutiendo con el cura ciego acerca de Dios y de su existencia.

Con el vaso de café en la mano, y arrastrando los pies, se acercó hasta la mesa donde estaba Andrés Bouza, quien le sonrió, como si un hilo le hubiese estirado su boca. Esto pareció no gustarle al cura, que, habituado a captar el lenguaje invisible de los gestos, le preguntó con tono inquisitorial:

—¿Ha confundido el sonido de la tormenta con algún otro crimen?

—¿De qué me habla?

—De la matanza de ocas, ¿o no se acuerda ya del principio



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