Capítulos de mi autobiografía by Mark Twain

Capítulos de mi autobiografía by Mark Twain

autor:Mark Twain [Twain, Mark]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Crónica, Memorias
editor: ePubLibre
publicado: 2023-03-01T00:00:00+00:00


XVII

EL EMPERADOR DE ALEMANIA

La reputación de Clara como bebé era extraordinaria, la mía era todo lo contrario. Una historia que casi siempre se contaba, relativa a su valentía como bebé y la opinión que tenían de esta cualidad suya, es ésta. Clara y yo casi siempre nos clavábamos astillas en las manos y, cuando mamá nos las sacaba con la punta de un alfiler, Clara siempre era muy valiente y yo muy cobarde. Un día, Clara tenía una de estas astillas en la mano, una muy profunda, y mientras mamá se la estaba sacando, Clara no movió un pelo, quieta, no hizo siquiera una mueca. Viendo lo valiente que era, y girándome hacia mamá, dije: «Mamá, ¡qué valiente que es la niña!». Incluso mamá tuvo que darle una buena puntada con la aguja y, al darse cuenta lo perfectamente quieta que estaba Clara, exclamó: «¡Clara!, ¡eres una niña muy valiente!. —Clara respondió—: ¡Nadies más valiente que Dios!».

El piadoso comentario de Clara es el detalle principal, y Susy ha recordado con mucha exactitud cómo lo dijo. La herida en la niña de tres años era formidable, aunque nada que la madre cirujana no hubiera conocido. La carne del dedo se había reventado por un cruel accidente. Fue el doctor quien la coció y, guardando las apariencias, fue él, y otro testigo independiente, los que la sufrieron; cada puntada que daba el doctor apenas contraía a Clara de dolor, aunque los otros se arrugaran.

Me enorgullece el comentario sobre Clara, porque demuestra que, aunque sólo tuviera tres años de edad, las enseñanzas de la casa la estaban convirtiendo en una filósofa, una filósofa y también una observadora de grandes proporciones. No estoy pidiendo crédito por esto. Le entregué a las niñas el conocimiento y la sabiduría del mundo, pero no era tan competente como para ir más allá, así que les dejé la educación espiritual a su madre. Un resultado de esta modestia mía se me hizo de manifiesto de una manera muy sorprendente, unos años después, cuando Jean estaba de nueve años. Habíamos llegado hace poco a Berlín y habíamos comenzado a limpiar el departamento ya amoblado. Una mañana, al desayuno, llegó una carta importante: una invitación. Para ser preciso, era una orden del emperador de Alemania de ir a cenar. Durante varios meses me había encontrado socialmente, en el continente, con hombres que portaban elevados títulos; y todo esto mientras Jean se impresionaba cada vez más, y se asombraba, y se sometía a estos importantes eventos, pues ella no había estado en el extranjero antes, y estas cosas eran nuevas para ella (maravillas salidas de un cuento de hadas convertidos en realidad). La carta imperial pasó de mano en mano por la mesa y la examinaron con interés; cuando llegó a Jean, se mostró excitada y emocionada, pero por un momento quedó sin habla; luego, dijo:

—Papá, si esto sigue así, muy pronto sólo te quedará conocer a Dios.

No sería honorable pensar que no me reconocerían en el cuartel, pero ella era una niña, y los niños salen con conclusiones sin reflexionar.



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