Astur by Isabel San Sebastián

Astur by Isabel San Sebastián

autor:Isabel San Sebastián [San Sebastián, Isabel]
La lengua: spa
Format: epub, mobi
Tags: Novela, Histórico
editor: ePubLibre
publicado: 2008-01-23T05:00:00+00:00


X

Tiempo de conquistas

TIERRA de nadie, finales de otoño de la era de 786.

—¿Quién luchará conmigo?

—¡¡¡Yo!!! —tronaron millares de voces al unísono.

—¿Quién morirá por mí?

—¡¡¡Yo!!! —bramaron de nuevo los guerreros enardecidos, golpeando sus escudos con la espada a fin de incrementar el estruendo.

—¿Quién retrocederá ante el enemigo?

Silencio. Un silencio espeso como la bruma que empezaba a levantar respondió a esta última proclama, en forma de provocación, que Alfonso repetía cual letanía sagrada antes de cada batalla. Revestido de su coraza de metal pulido, tocado con su yelmo rematado por tres penachos de crin oscura, marcial, magnífico, empuñando la espada que heredara de su suegro, Pelayo, el rey parecía un arcángel San Miguel conduciendo a su hueste hacia la victoria.

Era éste un acero de Damasco que había pertenecido al mismísimo Alqama, derrotado y muerto por el caudillo en las faldas del Auseva. Su dureza, flexibilidad y resistencia al desgaste se habían demostrado insuperables, hasta el punto de alimentar toda clase de habladurías sobre posibles encantamientos. Mas nada había de sobrenatural en ese filo finísimo y duradero, que ningún herrero cristiano había sabido igualar hasta entonces. El secreto estaba en la aleación, celosamente guardada por sus creadores árabes, que forjaba unas hojas centelleantes de color claro veteado de azul, como haciendo aguas, capaces de partir en mil pedazos cualquier escudo que se les opusiera. Templada en la sangre de innumerables adversarios, esa espada era comparable a la del franco Carlos Martel, ganada en combate a Abderramán el Gafeki en la batalla de Poitiers. Con un arma semejante en la mano, cualquiera se sentía invencible.

—¡Marchad entonces —prosiguió el príncipe, cuyo aliento producía nubes de vaho que le proporcionaban una extraña aureola—, marchad conmigo hasta vencer o morir!

Sus hombres conocían bien la arenga. La habían escuchado en multitud de ocasiones a lo largo de la década precedente, a las puertas de Lucus, Bracara, Chaves y Viseo, en territorio de la Gallecia bracarense; en Mabe, Amaja y Saldania, al sur de Cánicas, en las estribaciones de la meseta norte; y ese amanecer del Día de Difuntos, frente a las murallas de Legio.

Era la cuarta campaña que Ickila emprendía junto a su rey, a quien para entonces veneraba con devoción ilimitada. También él, como los demás componentes de esa turba ruidosa, se desgañitó ofreciéndose a dar la vida por él, callando en actitud ofendida cuando el soberano habló de mostrar la espalda al sarraceno.

¿Quién haría una cosa así? Los desertores eran tratados sin piedad fuera cual fuera el bando en que lucharan, pues en ambos la cobardía se pagaba con una muerte indigna a manos del verdugo. Pero antes incluso que el miedo a terminar de ese modo infame, lo que disuadía a cualquier soldado de darse a la fuga en plena lucha eran los lazos de compañerismo trenzados con sus hermanos de armas en el transcurso de los años. Retroceder significaba exponer doblemente al guerrero que uno tenía al lado. Desguarnecer su costado equivalía a condenarle. Todos se reconocían igualmente vulnerables y dependientes del valor ajeno, lo que les impulsaba a combatir codo con codo hasta caer exhaustos.



descargar



Descargo de responsabilidad:
Este sitio no almacena ningún archivo en su servidor. Solo indexamos y enlazamos.                                                  Contenido proporcionado por otros sitios. Póngase en contacto con los proveedores de contenido para eliminar el contenido de derechos de autor, si corresponde, y envíenos un correo electrónico. Inmediatamente eliminaremos los enlaces o contenidos relevantes.