Americana by Don Delillo

Americana by Don Delillo

autor:Don Delillo [Delillo, Don]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Otros
editor: ePubLibre
publicado: 1971-01-01T05:00:00+00:00


TERCERA PARTE

7

Al adelantarles en la carretera, camino de sus propios límites interiores, no resultaba difícil obtener la inspiración necesaria para forzar la alteración de una célebre primera frase. Era el peor de los tiempos, era el peor de los tiempos[2]. Viajaban a pie, en automóviles nuevos y viejos, en grupos de motocicletas, en camiones, autobuses y caravanas, los jóvenes y los muy jóvenes, alejándose de sus urbes medievales, de sus pétreas ciudadelas elevadas de plaga y corrupción, no desprovista su huida de esperanza, aún no frenética su búsqueda, los perdidos, los hallados, los sin nombre, los brillantes, los pasmados, los aturdidos y los simplemente fatigados, gritando todos su sincero amor por el campo a lo largo de la blanca línea quebrada, los rostros perdidos bajo el cabello y la incredulidad, el percusionista, el místico, el fascista, un rostro femenino oteando de vez en cuando por la ventanilla trasera, con una breve canción pacifista resonando en la parte trasera de su cabeza.

Nos aproximábamos al final de la primera semana, y seguíamos decididos a no desviarnos ni un instante más allá de las fronteras de nuestra tierra natal, evitando cuidadosamente todos aquellos lagos similares a huellas y el espectro inocente de Canadá. Sullivan dormía en la parte delantera, encaramada al receptáculo que se extendía sobre la cabina de conducción. Pike se ocupaba de casi todas las labores de cocina. Brand conducía la mayor parte del tiempo. Yo gritaba y leía en voz alta los mapas de carreteras.

Durante todo el camino nos había acompañado la radio portátil de alta fidelidad, tres antenas y sintonía marítima de Sullivan, una borrasca interminable de lenguaje infantil de pinchadiscos, de anuncios para la muerte y de música folk religiosa. A medida que conducíamos a través de nudos laberínticos y dejábamos atrás malsanos pueblos grisáceos percibí que reinaba por doquier la armonía, con la tierra estupefacta alimentando las convulsiones de la radio, cada hectárea de noche repleta a reventar de unidad cinética, y una lógica que iba más allá del delirio.

Cuando llovía, Sullivan se ponía su vieja trinchera sin botones aunque estuviéramos en el interior de la caravana. Qué viaje tan misterioso y sacramental, pensaba yo, ignorantes de nuestra situación la mayor parte del tiempo y dependientes de Pike para que nos llevara de un lugar a otro. Cada vez que veía un río, pensaba que era el Misisipi. Todos los empleados de gasolinera con los que hablábamos se llamaban Earl.

Grabé muchas de nuestras conversaciones.

—Este inmenso país azul y bostezante… —dijo Brand un día a primera hora de la tarde mientras consumíamos unos emparedados—. Me dan ganas de mearme en todos los árboles, bajar rodando por las laderas, perseguir a los conejos, trepar a los tejados y crucificarme en las antenas de televisión. Quiero gritar hola vecino a todos aquellos que nos encontramos. Es precioso. Es demasiado. Tío, es un desmadre. Es el país más extraño, más salvaje y más disparatado de la historia. Davy, mantenme controlado.

—Háblanos de tu novela —dijo Sullivan.

—Los escritores jamás hablan de sus obras en curso —dije yo—.



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