Ama by Jose Ignacio Carnero

Ama by Jose Ignacio Carnero

autor:Jose Ignacio Carnero [Carnero, Jose Ignacio]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Realista
editor: ePubLibre
publicado: 2019-04-03T16:00:00+00:00


VII

Entre las cosas que mi madre dejó a la vista el día en que ingresó por última vez en el hospital había una carpeta de cartón con documentos que creía importantes. La sacó de algún cajón antes de que llegase la ambulancia, y la dejó sobre la mesa de la cocina para que la viésemos mi padre y yo. No dijo nada. Solo la dejó sobre la mesa de la cocina. Sabía que se iba a morir, pero eso no le pareció una excusa para no hacer bien las cosas. Al contrario, era en el acto final cuando más a la altura de las circunstancias tenía que estar.

Dentro de la carpeta había una lista de las personas que mi padre y yo podíamos olvidarnos de avisar cuando falleciese, papeles del seguro de decesos, y también el título de propiedad de una tumba. La tumba estaba en un cementerio de la Margen Derecha. Un lugar precioso, rodeado de vegetación y acantilados. Se la había legado una señora para la que había trabajado años atrás. Una extraña herencia tras años de trabajo, que a mí me pareció casi una burla, pero que seguro que mi madre valoró muy positivamente.

Tras pasar unos días en Barcelona, volví a Bilbao. Fuimos al cementerio con las cenizas, y, con el título de propiedad en la mano, preguntamos al enterrador por la tumba. Nos acompañó hasta ella. Vimos que el suelo y el mármol se habían resquebrajado. Le dijimos al responsable del cementerio que se tenía que arreglar, y él nos respondió que ya lo sabía, que hacía meses que una mujer insistía en ello, pero que esas cosas llevan su tiempo. Parecía molesto por la reiteración, pero cuando le enseñamos el tarro que contenía a esa mujer tan testaruda, se disculpó de inmediato. Nos habló muy educadamente, porque los enterradores están muy acostumbrados a dar el pésame. Después nos explicó que, dado el estado de la tumba, no podíamos depositar aún allí los restos, y nos propuso guardarlos momentáneamente en uno de los nichos que habían construido en una zona nueva del cementerio. Estuvimos de acuerdo. Recientemente habían ampliado el cementerio y había hileras enteras de nichos vacíos. Parecían colmenas huecas, colmenas que se expandían por largos y solitarios pasillos. En uno de esos espacios, aquel hombre metió las cenizas, y después tapió el nicho con unos cuantos ladrillos. Echó un poco de masa, y nosotros colocamos unas flores. Todo eso era provisional, insistió el encargado, disculpándose así del abandono y mal aspecto de la construcción, del cemento que se escurría entre los tochos y de la soledad que rodeaba al nicho. En medio de todas aquellas sepulturas vacías se podía ver perfectamente la que ahora ocupaba mi madre. Parecía uno de esos pisos que se construían en los años sesenta. Uno de esos pisos en los que vivimos juntos mis padres y yo. Enormes moles de hormigón y ferralla elevadas con materiales de mala calidad que albergaban a la gente venida del campo. Eso parecía aquel nicho que ocupó las cenizas de mi madre durante un tiempo.



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