En noviembre llega el arzobispo by Héctor Rojas Herazo

En noviembre llega el arzobispo by Héctor Rojas Herazo

autor:Héctor Rojas Herazo [Rojas Herazo, Héctor]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Otros
editor: ePubLibre
publicado: 1968-01-01T00:00:00+00:00


ERA SABROSO cruzar la plaza a esa hora de la tarde. Todavía con sol pleno, degustando aquel zumbido de insecto en que se transformaba la brisa después de inclinar las hierbas amarillas. Todas las tardes a la misma hora. Sabroso el corpachón entre el saco de alpaca, los pantalones de dril y las botas de resorte avanzando en un caminar de medialuna, después de la siesta, en la hamaca, oyendo aquellos trinos que se confundían con los chorritos de agua, con el venteo de la ropa puesta a secar, con la caída de un tenedor o un cuchillo, al levantar el mantel, sobre las baldosas del comedor. Y aquel fluir, casi brisa y agua, de las siete jaulas llenas de tuceros y mochuelos colgadas bajo el alar, entre los helechos y jazmines, a la derecha de la ventana de su alcoba. Uno de los mochuelos había muerto esa mañana. Se lo llevó el sirviente que arreaba los burros. Al principio, todavía con los ojos abotagados de sueño, creyó que el muchacho quería mostrarle un poco de esa tierra negra que habían traído la noche anterior para abonar las tomateras. Pero cuando el sirviente separó los dedos, lo vio allí, de espaldas, las páticas rígidas y brillantes como dos agujas que hubieran hundido en una bola de lana y las uñas encorvadas. Cuando sopló sobre él, las plumillas del buche y la garganta se agitaron levemente. La muerte de cualquier pájaro, pero en especial de uno de sus pájaros, era siempre triste. Así pensaba y, sin embargo, marchaba con una satisfacción que podría confundir con la alegría, incluso con la felicidad. “Digiero piedras”, solía decir, golpeándose bravamente la panza, casi unidas las puntas de sus zapatos en aquella parada sólida, satisfecha, que le era peculiar. Y lo decía con credulidad, convencido de que, llegado el momento, podía realmente comer y digerir piedras. Así se sentía. Después de un almuerzo fastuoso (bocachico cabrito, como él lo soñaba mientras llegaba la temporada para comerlo, arroz con coco y bastimento a lo que dieran las muelas, todo ello rociado por dentro, puesto a nadar en las tripas, con sus dos rebosantes totumadas de chicha de mamón) y después, lógico, a orinar como un bendito, como un mulo bendito para ser más exactos, porque el chorro era grueso y había durado sus placenteros dos minutos vaciando la vejiga. Y era saludable caminar. Si, era lo mejor del mundo. Atravesar la plaza, saludar como ahora lo estaba haciendo, a un campesino que se quitaba respetuosamente el sombrero y después llegar, como lo haría en pocos instantes, al petril de la alcaldía, y luego subir, un poco lentamente, pues de lo contrario la agitación sobrevendría en forma inmediata (descansaría en el primer tramo, sintiendo cómo, poquito a poco, volvía la sangre a su ritmo natural), y luego, bajo la sumisa mirada de Laó, o la fría chinesca mirada de Escalante, llegaría a su oficina, un palomar con piso y paredes de madera y techo de cinc, a



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