Manhattan Transfer by John Dos Passos

Manhattan Transfer by John Dos Passos

autor:John Dos Passos [Dos Passos, John]
La lengua: spa
Format: epub, mobi
Tags: Novela, Drama
editor: ePubLibre
publicado: 1925-01-01T05:00:00+00:00


V. FUIMOS A LA FERIA DE LOS ANIMALES

Luz roja. Campana. Cuatro filas de automóviles esperan en el paso a nivel. Los guardabarros tocan las luces traseras, los estribos rozan los estribos, los motores braman, los escapes humean. Autos Babylon, de Jamaica, autos de Monkawk, de Port Jefferson, de Patchogue, «limousines» de Long Beach, de Far Rockaway, «roadsters» de Great Neck… autos llenos de arters y trajes de baño mojados, cuellos tostados del sol, bocas pringosas de sodas y salchichas… autos empolvados de polen de zuzón y cardillo.

Luz verde. Los motores aceleran, las palancas encajan en primera. Los autos se espacian, fluyen en larga cinta por el espectral camino de cemento, entre fábricas de hormigón con ventanas negras y anuncios de brillantes colorines, hacia el resplandor de la ciudad que se alza increíblemente en el cielo de la noche, como el cono dorado de un circo de lona.

Sarajevo. La palabra se le atragantó cuando trató de pronunciarla.

—Es terrible pensarlo, terrible —refunfuñaba George Baldwin—.

Wall Street se hunde… Cerrarán la Bolsa; no se puede hacer otra cosa.

—Yo nunca he estado en Europa tampoco… Una guerra debe ser un espectáculo extraordinario.

Ellen, con su traje de terciopelo azul, cubierto por un abrigo de cuero, iba recostada en los cojines del taxi que zumbaba suavemente.

—Yo siempre me imagino la historia como las litografías de los libros de escuela: generales pronunciando arengas, figurillas de hombres corriendo a campo traviesa con los brazos extendidos, facsímiles de firmas.

Conos de luz cortan conos de luz a lo largo de la carretera resonante. Los faros dan brochazos de cal en los árboles, las casas, las carteleras, los postes telegráficos. El taxi dio media vuelta y paró en medio del campo frente a un restaurante que rezumaba luz roja y ragtimes por todas sus rendijas.

—Un yeno esta noche —dijo el chófer a Baldwin cuando éste la pagó.

—¿Por qué será? —preguntó Ellen.

—El crimen del Canarsie tendrá algo que ver con eyo, supongo.

—¿Qué crimen?

—Una cosa horrible. Yo lo vi.

—¿Usted vio el crimen?

—No lo vi cometer. He visto los cadáveres tiesos antes de llevarlos al depósito. Nosotros los chicos le yamábamos el tío Santa Claus, porque tenía patiyas blancas… Yo le conocía desde pequeño.

Los autos de atrás tocaban impacientemente los claxons.

—Más vale que me largue… Buenas noches, señora.

El pasillo rojo olía a langosta, a almejas al horno y a cocktails.

—¡Hola, Gus!… Elaine, tengo el gusto de presentarle al señor y a la señora McNiel… señorita Oglethorpe.

Ellen seguía los faldones del mayordomo bordeando el entarimado enguantada manita de su mujer.

—Gus, quiero verle un momento antes de marcharnos.

Ellen seguí los faldones del mayordomo bordeando el entarimado donde se bailaba. Se sentaron en una mesa junto a la pared. La música tocaba Every body’s Doing It. Baldwin tarareaba al inclinarse sobre ella para colocar el abrigo en el respaldo de la silla.

—Elaine, es usted una mujer más encantadora… —empezó sentándose frente a ella—. Es horroroso. Parece imposible.

—¿Qué?

—Esta guerra. No puedo pensar en otra cosa.

—Yo sí…

Ella clavó los ojos en el menú.

—¿Se ha fijado usted en esa pareja que le he presentado?

—Sí.



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