Los revólveres hablan de sus cosas by Antonio Mingote

Los revólveres hablan de sus cosas by Antonio Mingote

autor:Antonio Mingote [Mingote, Antonio]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Humor
editor: ePubLibre
publicado: 1953-01-01T00:00:00+00:00


* * *

El «Horse Hotel» sólo se diferenciaba de los demás edificios de Morsua City en que tenía una cama y un letrero en la puerta. Por lo demás, estaba tan desierto y polvoriento como cualquiera.

—Nuestra ciudad no puede estar sin hotel —había dicho un día Tom Risco enarbolando un periódico—. ¿Sabéis que en las principales ciudades del mundo hay hoteles donde van a dormir los forasteros? ¿No? Pues aquí lo dice. Es necesario que nosotros tengamos un hotel también. Espero que podré contar con la ayuda de todos para que, hoy mismo, Morsua City se coloque a la altura de las ciudades importantes del mundo.

Arrastrados por la brillante arenga, los muchachos se aplicaron a pintar un gran cartelón: «Horse Hotel», lo colgaron en la casa más grande la ciudad y se fueron a echar un trago. Bien miserable hotel hubiera sido aquél si Tom Risco, más culto que los otros, no hubiera tenido la idea de ponerle una cama antes de irse a echar su trago correspondiente.

Tumbado en aquella cama, con las manos en el cogote, «Larguirucho» Teddy intentaba sumirse en la meditación. Pero le era imposible meditar. Era incapaz de pensar en nada, porque desde que cayó en la cama, y a pesar de sus esfuerzos por evitarlo, no hacía más que repetir dos palabras:

—Cuscu leré… cuscu leré… cuscu leré…

¿Qué significaban aquellas palabras?

Nada.

Se le habían ocurrido de pronto, las había pronunciado una vez en voz baja y ya no podía dejar de repetirlas.

—Cuscu leré… cuscu leré…

Eran como esa musiquilla que tarareamos por la mañana al afeitarnos, sin saber por qué, y de la que nos es imposible desprendernos durante todo el día.

—Cuscu leré… cuscu leré… cuscu leré…

«¿Qué estupidez es ésta? Tengo muchas cosas importantes en que ocupar mi pensamiento, tengo una dura tarea por delante, estoy enamorado de una chica y…».

—Cuscu leré… cuscu leré… cuscu leré…

Decidió levantarse y pasear por la habitación para distraerse y olvidar aquellas palabras. Dio un salto para ponerse en pie, pero las espuelas se le engancharon en la manta, y Teddy dio con las narices en el suelo.

Quiso exteriorizar su disgusto con una maldición, y exclamó, furioso:

—¡Cuscu leré!

Tendría que resignarse.

Al ponerse en pie vio, enmarcada en la ventana, la silueta de un hombre.

—¿Quién es usted?

—¡No dispare, por favor! —dijo el hombre de la ventana—. Déjeme que le explique.

El visitante entró en la alcoba de un salto. Era un hombre siniestro, con la nariz aplastada y las manos velludas; el tipo que hubiera obligado a Teddy a apretar el paso, de habérselo encontrado en cualquier calle oscura de Boston. Pero allí era distinto.

—¿Qué busca en mi cuarto? —preguntó con acento amenazador.

—No se enfade, señor «Larguirucho». Yo quiero explicarle…; permítame que me presente. Me llamo Allan Barnes.

—Tanto gusto.

—Yo… yo venía a despacharle a usted.

—¿Eh?

—¡No, no busque el revólver! No vengo con malas intenciones, se lo aseguro. No pienso disparar contra usted. Bien comprendo que es inútil.

—Si quisiera explicarse…

—Verá. Yo soy el vice-matón, y trabajo a las órdenes de Rocky Sullivan. Siempre que el jefe quiere despachar a alguien poco importante, me dice: «Barnes, ocúpate de ese tipo».



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