Lolita by Vladímir Nabókov

Lolita by Vladímir Nabókov

autor:Vladímir Nabókov
La lengua: spa
Format: mobi, epub
Tags: cuento, Relato
editor: eBook's Xibalba
publicado: 2009-06-14T07:00:00+00:00


Capítulo 3

Ella había entrado en mi mundo, en la umbría y negra Humberlandia, con violenta curiosidad; la inspeccionaba con una mueca de divertido disgusto y ahora me parecía que estaba dispuesta a marcharse con un sentimiento muy parecido a la franca repulsión. Nunca vibraba bajo mi caricia y un estridente «¡qué crees que estás haciendo!» era cuanto obtenían mis esfuerzos. Al país maravilloso que yo le ofrecía, prefería la película más estúpida, el relato más empalagoso. No hay nada más atrozmente cruel que una niña adorada. ¿He dicho el nombre de ese bar lácteo que visité en una ocasión? Pues se llamaba nada menos que La reina frígida. Sonriendo con cierta tristeza, apodé a Lo Mi princesa frígida. Ella no comprendió esa melancólica broma.

No frunzas el ceño, lector; no quiero dar la impresión de que no hice lo posible por ser feliz. El lector debe comprender que dueño y esclavo de una nínfula, el viajero encantado está, por así decirlo, más allá de la felicidad. Pues no hay en la tierra otra felicidad comparada a la de amar a una nínfula. Es una felicidad hors concours, pertenece a otra clase, a otro plano de sensibilidad. A pesar de las alharacas y muecas que hacía, y a pesar de su vulgaridad, y del peligro, y de horrible tragicidad de todo ello, yo me empecinaba en mi paraíso escogido: un paraíso cuyos cielos tenían el color de las llamas infernales, pero un paraíso con todo...

El hábil psiquiatra que estudia mi caso —sumido por el doctor Humbert, confío, en un estado de fascinación leporina— sin duda estará ansioso por saber que llevé a Lolita junto al mar para encontrar allí, por fin, la «gratificación» de un anhelo de mi vida toda, y perder la obsesión «subconsciente» de un amor infantil incompleto con la señorita Lee[5]. de mis comienzos.

Y bien, camarada, permíteme decirte que no busqué ninguna playa, aunque también debo confesar que cuando llegamos al espejismo de su agua gris, mi compañera de viajes me había garantizado ya tantos deleites que la busca de un Reino junto al mar, una Riviera sublimada o lo que fuere, lejos de ser el impulso del subconsciente, se había convertido en la persecución racional de un estremecimiento puramente teórico. Los ángeles lo sabían, y dispusieron las cosas de acuerdo a ello. Una visita a una ensenada plausible en la costa atlántica fue completamente frustrada por un temporal. Un cielo de nubes espesas, olas fangosas, una sensación de niebla infinita, pero de algún modo muy concreta... ¿qué podía ser más alejado del terso encanto, de la ocasión azul como un zafiro y de la rosada templanza de mi amor de la Riviera? Un par de playas semitropicales en el Golfo, aunque harto brillantes, estaban plagadas de alimañas ponzoñosas y barridas por huracanes. Al fin, en una playa californiana, ante el fantasma del Pacífico, di con el aislamiento harto perverso de una ensenada desde la cual se oían los chillidos de un grupo de girl scouts que tomaban su



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