Los primeros de Filipinas by J. Pérez-Foncea

Los primeros de Filipinas by J. Pérez-Foncea

autor:J. Pérez-Foncea [Pérez-Foncea, J.]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Histórico
editor: ePubLibre
publicado: 2022-03-15T00:00:00+00:00


10

Pero los planes de Tay-Fusa distaban mucho de agotarse en lo conseguido hasta entonces. Es cierto que ya tenía una magnífica casa en la que vivir, a un buen número de esclavos locales trabajando para él y a sus hombres controlando perfectamente los movimientos de la ciudad y de una amplia extensión de territorio a sus alrededores. Pero el pirata era tremendamente ambicioso y quería más. Quería mucho más.

El siguiente paso que se propuso acometer consistía en censar a la población que tenía sujeta a su dominio. Si el pirata japonés había llegado hasta la cúspide del poder era porque, además de diestro con las armas, era un hombre metódico y muy bien organizado.

La contrapartida, claro está, radicaba en que todo aquello que supusiera un avance en su poder, se traduciría automáticamente en un menoscabo en la libertad de la población. Tal vez por eso, el día en que los ashigaru encargados de recabar la información para Tay-Fusa hicieron su aparición en casa de Masaya, la mujer presintió que, más pronto que tarde, se vería obligada a abandonar la ciudad. La presión comenzaba a resultar insoportable, y ella estaba dispuesta a hacer cuanto fuera necesario por conservar su libertad y la de las dos hijas que aún le quedaban.

Al igual que en anteriores ocasiones, los piratas, desaliñados, sucios e insolentes, hicieron su entrada sin esperar a que se les invitara a pasar. Y, por descontado, se comportaron como si fueran los dueños y señores de la casa.

—¡¿Vivís solas?! —fueron las primeras palabras del cabecilla de los visitantes.

Masaya, con sus hijas asustadas y fuertemente aferradas a sí, respondió con todo el aplomo que fue capaz de reunir:

—Solo vivimos nosotras tres…

—¿Tres mujeres? ¿Solas…? —uno de los piratas más jóvenes preguntó en un tono que insinuaba que estaban ocultando a alguien.

Maliwan y Tawa contemplaban a los hombres con un inmenso terror. Sus dilatadas pupilas las delataban.

—Sí. Vivimos solas —respondió Masaya, con cierta indignación ante la velada acusación de que estaba mintiendo.

—¿Quiénes son estas jóvenes? —intervino el más viejo.

—Son mis hijas.

—Mujer, si son tus hijas, ¿dónde está tu marido?

—Murió…

—¿No tienes hijos varones?

—Sí, pero creo que vuestros hombres lo han encarcelado, no lo sabría decir a ciencia cierta… —De un modo asombroso, a medida que se alargaba la conversación, Masaya iba recuperando la serenidad. Hablaba con enorme dignidad.

—¿Por qué dices que no lo sabes a ciencia cierta? ¿Acaso no te importa? —preguntó el joven, con una deliberada falta de tacto y de consideración.

—Sé que matasteis a mi hija menor, porque lo hicisteis aquí mismo, delante de mi casa, en el mismo lugar en que matasteis a mi madre —indignada, Masaya respondió en esta ocasión con una enorme fuerza, casi con fiereza, sin que le temblara la voz—. Desconozco la suerte de mi hijo, porque salió de casa hace unos pocos días y desde entonces no ha regresado…

—¿Y qué te hace pensar que su ausencia tuvo que ver con nosotros? Tal vez se cansó de ti. —Esta vez era el pirata más viejo el que se deleitaba en herir los sentimientos de la angustiada madre.



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