Las noches sin estrellas by Benigno-Ángel Quevedo Gil

Las noches sin estrellas by Benigno-Ángel Quevedo Gil

autor:Benigno-Ángel Quevedo Gil [Quevedo Gil, Benigno-Ángel]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Realista
editor: ePubLibre
publicado: 1961-03-01T00:00:00+00:00


II

La miró otra vez. La trenza le caía desde el hombro, sobre el pecho. Húmeda, le parecía a Segundo más oscura. Un polvillo de agua brillaba sobre todo el pelo. El cordón blanco con que ataba el extremo de la trenza asomaba lacio, mojado.

Por encima de los hombros de Zoila veía, fuera de la tienda, la lluvia. La plaza estaba cubierta de un barro casi líquido, anaranjado.

Había venido corriendo, acababa de entrar, las aletas de la nariz le temblaban. Por la cara, hasta los labios, le corrían todavía unas gotas de agua.

«Un potrito».

Había dicho algo al llegar, pero él no lo había entendido, mareado por el zumbido de oídos que le había obligado a apoyar las manos en el mostrador.

Zoila estaba al otro lado, él lo notaba en todo el cuerpo, en las pulsaciones de la garganta, en la profunda vibración de las vísceras y los nervios. Una sensación de angustia le paralizaba.

Le miraba el cuello, una suavidad. Sonreía, no podía hacer otra cosa.

—Buenas tardes —contestó.

El Boni estaba haciendo algo en la trastienda. Segundo oía un choque de cajones, el crujido del papel de estraza.

Zoila había dejado una botella sobre el mostrador, una botella verdosa, oscura. Estaba vacía, tenía una vieja etiqueta de sidra achampanada.

Conocía las botellas que utilizaban para llevar el aceite, la había sacado de la bolsa.

—Boni, atiende aquí.

Zoila dijo:

—Cuarto y mitad.

Seguía mirando la trenza, pensando en el aceite que iba a llevarse sin cartilla a doce duros, unas gotas para guisar las alubias, el refrito de la noche.

—Es a doce —dijo el Boni.

—No voy a pagarlo ahora.

—Bueno. ¿Cuarto y mitad, dices?

—Sí.

«No te vayas, la garganta y las trenzas, no te vayas todavía, no despaches, no viertas el aceite.»

El Boni sacó un bidón de debajo del mostrador. Había otros bidones con petróleo y aguarrás. Se puso a medir el aceite que había pedido Zoila.

«Bañándose en el río.»

Segundo pasó la palma de la mano sobre el mostrador. Arenilla, residuos de hortalizas. Veía la piel tersa, las gotas de agua. Veinte años en Valparaíso, en un rincón, apuñando unos duros, la misma tienda todas las madrugadas, la misma ventana sobre el patio —«no conozco una calle, no sé cómo son»—, unas piernas blandengues.

El cuello, el canal de los pechos hacia abajo, todo oculto, una ropa vieja por encima, allí delante.

Sin tocar unos muslos, qué poquita cosa todo, cincuenta y cuatro años a cuestas.

Miraba el cuerpo de ella, notaba la saliva en la boca.

—¿Algo más? —dijo el Boni.

—Voy a llevar sal y vinagre.

Segundo apoyó la mano en el borde.

Era una flor fresca, tenía gracia hablar así, tocar la trenza con la punta de los dedos, rozarla sólo. Los pechos del sueño, ahí detrás, duriblandos, juntitos, calientes.

—Aquí tienes —el Boni cogió el cuaderno y el lápiz—. Total, día siete…

Segundo salió de detrás del mostrador. Fue con Zoila hasta la puerta. Se paró en el soportal.

—No salgas, ahora llueve mucho.

Zoila miraba hacia la fuente. Una luz se encendió en el Ayuntamiento. La plaza estaba desierta, se oía el gorgoteo de los canalones.

Segundo puso el pie sobre el banco de piedra.



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