La señora Dalloway by Virgina Woolf

La señora Dalloway by Virgina Woolf

autor:Virgina Woolf
La lengua: spa
Format: epub
editor: Akal, S. A.
publicado: 2017-02-02T00:00:00+00:00


¡Peter Walsh! Los tres, lady Bruton, Hugh Whitbread y Richard Dalloway, recordaron lo mismo: que había estado locamente enamorado; que había sido rechazado; que se había marchado a la India; que había fracasado estrepitosamente; que se había complicado enormemente la vida y que Richard Dalloway sentía un gran afecto por él. Milly Brush lo vio claramente, vio algo profundo en el marrón de sus ojos, le vio dudar y considerar, lo cual le interesó, ya que el señor Dalloway siempre le interesaba, porque ¿qué estaría pensando, se preguntó, acerca de Peter Walsh?

Lo que Richard Dalloway estaba pensando era que Peter Walsh había estado enamorado de Clarissa, que él, por su parte, volvería directamente a casa después del almuerzo, que vería a Clarissa y le diría claramente, que la quería. Sí, eso le diría.

Hacía mucho tiempo Milly Brush casi podría haber llegado a enamorarse de esos silencios; el señor Dalloway era siempre un hombre de fiar y caballeroso. Ahora que tenía cuarenta años, bastaba con que lady Bruton asintiera o volviera la cabeza algo bruscamente, para que Milly Brush captara la señal, aunque estuviera profundamente sumida en las reflexiones de su espíritu distante, de un alma incorrupta a la que la vida no podía engañar porque no le había regalado ni una baratija del mínimo valor; ni un rizo, ni una sonrisa, ni unos labios, ni una mejilla, ni una nariz, nada en absoluto. Lady Bruton solo tenía que asentir y Perkins recibía inmediatamente instrucciones de acelerar el café.

—Sí, Peter Walsh ha vuelto –dijo lady Bruton. Era ligeramente halagador para todos ellos. Había vuelto maltrecho y fracasado, a puerto seguro. Pero ayudarle, pensaban, era imposible; había algún defecto en su carácter. Hugh Whitbread dijo que, por supuesto, podía mencionar su nombre a fulano o a mengano. Frunció el ceño lúgubremente, en consecuencia, al pensar en las cartas que escribiría a los jefes de los departamentos del gobierno sobre 'mi viejo amigo, Peter Walsh' y todo lo demás. Pero eso no conduciría a nada –a nada permanente– debido a su condición.

—Ha tenido problemas con una mujer –dijo lady Bruton. Todos adivinaron que ese era el quid de la cuestión.

—De cualquier forma –dijo lady Bruton, deseosa de dejar el tema–, Peter nos contará toda la historia.

(El café tardaba en llegar.)

—¿Cuál es su dirección? –murmuró Hugh Whitbread, y de pronto se formó una pequeña ola en la marea gris del servicio que rodeaba a lady Bruton día tras día recogiendo esto o aquello, interceptando esto o aquello, envolviéndola en un fino tejido que amortiguaba impactos, que mitigaba inoportunidades y extendía una delicada red por toda la casa de la Brook Street, donde las cosas encontraban su lugar y eran recogidas con precisión, instantáneamente, por el canoso Perkins, que había servido a lady Bruton durante treinta años y que ahora anotó la dirección y se la entregó al señor Whitbread, quien sacó su cartera, arqueó las cejas, y, deslizando la anotación entre documentos de la mayor importancia, dijo que le pediría a Evelyn que le invitara a almorzar.



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