El reino de este mundo by Alejo Carpentier

El reino de este mundo by Alejo Carpentier

autor:Alejo Carpentier [Carpentier, Alejo]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Fantástico, Histórico
editor: ePubLibre
publicado: 1949-01-01T05:00:00+00:00


7. SAN TRASTORNO

A la mañana siguiente, instada por Leclerc que acababa de atravesar pueblos diezmados por la epidemia, Paulina huyó a la Tortuga seguida por el negro Solimán y las camaristas cargadas de hatos. Los primeros días se distrajo bañándose en una ensenada arenosa y hojeando las memorias del cirujano Alejandro Oliverio Oexmelin, que tan bien había conocido los hábitos y fechorías de los corsarios y bucaneros de América, de cuya turbulenta vida en la isla quedaban las ruinas de una fea fortaleza. Se reía cuando el espejo de su alcoba le revelaba que su tez bronceada por el sol, se había vuelto la de espléndida mulata. Pero aquel descanso fue de corta duración. Una tarde, Leclerc desembarcó en la Tortuga con el cuerpo destemplado por siniestros escalofríos. Sus ojos estaban amarillos. El médico militar que lo acompañaba le hizo administrar fuertes dosis de ruibarbo.

Paulina estaba aterrorizada. A su mente volvían imágenes, muy desdibujadas, de una epidemia de cólera en Ajaccio. Los ataúdes que salían de las casas en hombros de hombres negros; las viudas veladas de negro, que aullaban al pie de las higueras; las hijas, vestidas de negro, que se querían arrojar a las tumbas de los padres, y a quienes había que sacar de los cementerios a rastras. De pronto se sentía angustiada por la sensación de encierro que había tenido muchas veces, en la infancia. La Tortuga, con su tierra reseca, sus peñas rojizas, sus eriales de cactos y chicharras, su mar siempre visible, se le asemejaba, en estos momentos, a la isla natal. No había fuga posible. Detrás de aquella puerta estorbaba un hombre que había tenido la torpeza de traer la muerte apretada entre los entorchados. Convencida del fracaso de los médicos, Paulina escuchó entonces los consejos de Solimán, que recomendaba sahumerios de incienso, índigo, cáscaras de limón, y oraciones que tenían poderes extraordinarios como la del Gran Juez, la de San Jorge y la de San Trastorno. Dejó lavar las puertas de la casa con plantas aromáticas y desechos de tabaco. Se arrodilló a los pies del crucifijo de madera obscura, con una devoción aparatosa y un poco campesina gritando con el negro, al final de cada rezo: Malo, Presto, Pasto, Effacio, Amén. Además aquellos ensalmos, lo de hincar clavos en cruz en el tronco de un limonero, revolvían en ella un fondo de vieja sangre corsa, más cercano de la viviente cosmogonía del negro que de las mentiras del Directorio, en cuyo descreimiento había cobrado conciencia de existir. Ahora se arrepentía de haberse burlado tan a menudo de las cosas santas por seguir las modas del día. La agonía de Leclerc, acreciendo su miedo, la hizo avanzar más aún hacia el mundo de poderes que Solimán invocaba con sus conjuros, en verdadero amo de la isla, único defensor posible contra el azote de la otra orilla, único doctor probable ante la inutilidad de los recetarios. Para evitar que los miasmas malignos atravesaran el agua, el negro ponía a bogar pequeños barcos, hechos



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