Diario de Hiroshima (de un me¦üdico japones) by Michihiko Hachiya

Diario de Hiroshima (de un me¦üdico japones) by Michihiko Hachiya

autor:Michihiko Hachiya [Hachiya, Michihiko]
La lengua: spa
Format: epub
ISBN: 8422690071
editor: Círculo de Lectores, S.A.
publicado: 2004-12-31T16:00:00+00:00


25 de agosto de 1945

Nublado, despejándose después.

Me levanté y fui al baño. Al volver me detuve en el sitio donde habían cremado a Sakai y a la señora Hamada. El cráneo y los huesos de la cadera no siempre se consumen totalmente en el fuego de la cremación, pero esta vez habían hecho un buen trabajo. Apenas quedaba un puñado de cenizas blancuzcas, de lo que deduje que habían usado leña en abundancia gracias a la flamante provisión de sierras y hachas.

En torno a todos los accesos al hospital revoloteaban millares de moscas que levantaban el vuelo en bandadas cuando alguien se acercaba, produciendo con las alas un ruido aterrador. Aquí y allá formaban pequeños montículos negros. Escarbando con un palo desenterré el esqueleto de un pescado bajo el cual hormigueaba un mar de gusanos blancos. En cuanto retiré el palo, el hueso volvió a convertirse en un montículo negro de moscas. Que esos insectos fueran o no nimbai, como decía la anciana señora Saeki, lo mismo daba. Lo cierto era que habían invadido el hospital, por dentro y por fuera, sin que pudiésemos hacer nada para desalojarlas. Con el tiempo que habíamos tenido los últimos días y la inmundicia acumulada, las moscas se habían multiplicado en grado alarmante. En el primer piso molestaban mucho menos que abajo, pero no por ello dejaban de ser un suplicio. Inmediatamente después del pika no se veía una mosca, pero ahora teníamos no sólo moscas, sino también mosquitos.

Traje el tema a colación durante el desayuno con la esperanza de que a alguien se le ocurriera una solución para librarnos de esa plaga, pero lo único que conseguí fue que la señora Saeki sentenciara meneando la cabeza:

—Son moscas humanas, de manera que no podrán hacer nada. No sé si sabrán que abajo han tomado por asalto la cocina; no hay más que abrir la boca para que se le metan a uno adentro.

Pensamos en la posibilidad de quemar los huevos con gasolina, pero como el combustible era más valioso que la sangre humana, la descartamos. De todos modos, las moscas habían puesto huevos en las ruinas de toda la ciudad, y un esfuerzo aislado no iba a servir de nada.

Durante este día recibimos otro envío del Cuerpo de Ingenieros, pero salvo dos ollas gigantescas, una parrilla de hierro y algunos escritorios desvencijados, los demás artículos no eran tan útiles como los de la víspera. Había, por ejemplo, varias cajas con banderas de señales blancas y rojas, otras llenas de salvavidas color caqui. Unos cuantos cajones contenían cosas pequeñas, de las que las más útiles eran unas linternas de bolsillo que venían en estuches de cuero.

La gente que entraba o salía del hospital recogía una o más banderas. Los salvavidas caqui servían de almohadas.

Los niños hallaron material para sus juegos en las banderas, corrían de aquí para allá haciéndolas ondear al viento, gritando y riendo alegremente.

Desde mi ventana observé a la gente que venía a llevarse uno u otro artículo. Fue una buena oportunidad para ver las distintas maneras en que se puede coger una cosa.



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