Cincuenta años no son nada by Óscar Hernández Campano

Cincuenta años no son nada by Óscar Hernández Campano

autor:Óscar Hernández Campano
La lengua: spa
Format: azw3, epub
Tags: Realista, Novela
editor: 13insurgentes
publicado: 2021-04-25T22:00:00+00:00


CAPÍTULO VII

Martín González: «¿Sabe, inspector? Después de lo que ha pasado, he reunido el valor para decirle a mi madre que soy gay. Casi se le rompe el corazón a la pobre, pero a mí ya se me rompió la noche del Orgullo. Espero que, dondequiera que esté, sepa que por fin me he atrevido a salir del armario, como él me aconsejó, y que eso le haga feliz».

Ariel seguía canturreando el tema principal de Cantando bajo la lluvia acodado en la barra de la heladería y jugando con el paraguas. Se sentía tan bien que solo le apetecía bailar. Mientras esperaba que Abdou le sirviese los granizados de naranja que había pedido, observaba su reflejo en el panel de espejo que cubría la pared al otro lado del mostrador, buscándose entre las copas y tazas que descansaban sobre las repisas de cristal.

Se veía guapo. Su piel clara y sus ojos de color avellana, a juego con el cabello, irradiaban atractivo. Su cuerpo grácil, estiloso y sensual, que tantas alegrías le daba, lucía espléndido embutido en el peto vaquero de pantalón cortísimo que se había puesto, seguro de que aquella noche sería cuasiestival. La camiseta verde oliva, bien pegada a su piel, remarcaba las estilizadas líneas de su torso. Sus deportivas, de un blanco nuclear, le permitían dar sus pasos de baile con comodidad.

Había ido primero al coche a por su mochila y, de vuelta a la casa, como pasaba junto a la heladería, se le ocurrió pedir un par de refrescos para Marcos y él. El local estaba lleno a aquella hora. Se dirigió directamente a la barra para que Abdou lo atendiera enseguida. Sin dejar de tararear, apartó un momento su mirada de su propio reflejo para observar el del local, que bullía a su espalda. Salvo la ocupada por el anciano con aspecto de cascarrabias, vio que las otras mesas congregaban a familias con niños ruidosos que apuraban la tarde noche del domingo y a adolescentes que no levantaban la vista de sus teléfonos, en los que, a falta de cobertura, visionaban vídeos musicales descargados previamente. Cuando le alcanzó la imagen de la mesa del fondo, Ariel dio un respingo. Acababa de darse cuenta de que la ocupaban los Cachorros Tóxicos.

No los había visto al entrar. Y ya había pedido los refrescos. Estuvo a punto de disculparse con Abdou y largarse a toda prisa. Sin embargo, consciente de que estaba sucumbiendo a un impulso alimentado por el temor, se rebeló. ¿Cómo iba a ceder a la tácita amenaza? ¿Por qué debía irse y otorgarles un poder y una victoria sobre su libertad? Además, marcharse significaría darles la razón, admitir que ser gay era motivo de vergüenza y que lo más conveniente era ocultarse. Recordó entonces las veladas en el Arcadia feliz escuchando a su amigo José Antonio Iribarren, la divina Corcho, cuando narraba a los parroquianos del bar sus experiencias en los calabozos del franquismo, cuando rememoraba las lecciones aprendidas con cada paliza o cuando les recitaba



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