¡Oh, esto parece el paraíso! by John Cheever

¡Oh, esto parece el paraíso! by John Cheever

autor:John Cheever [Cheever, John]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Drama
editor: ePubLibre
publicado: 1977-01-01T00:00:00+00:00


8

El teléfono estaba sonando cuando Sears volvió a su apartamento. Era Renée para decirle que fuera a su casa a tomar una copa. Él estaba encantado. Recordando su última pelea, esperaba que le abriera la puerta con su vieja bata azul, o quizá sin nada. Iba sonriendo al pensar en esta posibilidad, cuando entró en el portal y vio a Eduardo, el cual rio ante la amplitud de la sonrisa de Sears. Al parecer era una relación de la que los celos habían quedado eliminados. Ella abrió la puerta no bien tocó el timbre. Le decepcionó ver que no llevaba la vieja bata azul. Llevaba un vestido, zapatos y perfume, pero, cuando la besó, sus besos eran de una suavidad y variedad tan inestimable que ya no se preocupó de su ropa. Ella le dio una copa, se sentó en sus rodillas y le desabrochó la camisa y el pantalón. Mientras ella le acariciaba el pecho, se acordó de que el profesor de gimnasia de su colegio les había dado una conferencia sobre el hecho de que el torso masculino, pese a estar desfigurado por pezones vestigiales, era completamente insensible a los estímulos sensuales. Hasta hacía muy poco tiempo nunca había puesto en duda aquella afirmación. Esto era realmente lo que uno necesitaba, pensó. Tener una mujer atractiva sobre las rodillas cuando la oscuridad desciende de las alas de la noche era, realmente, el fin del viaje. Ella le estaba besando cuando sonó el teléfono y lo dejó para contestar.

—Bajaré dentro de unos minutos —dijo ella—. El portero te dejará aparcar en doble fila.

—¿Qué demonios ha sido eso? —preguntó Sears.

—Era el hombre que me va a llevar al aeropuerto.

Se fue al recibidor, donde él la oyó abrir un armario.

—¿Adónde vas? —inquirió Sears—. No me habías dicho que te fueras a ninguna parte y desde luego no actuabas como si estuvieses a punto de coger un avión.

—Podías haberte dado cuenta de que mi maleta está en el recibidor. Tú siempre notas esas cosas.

—He notado que tu recibidor está siempre lleno de maletas —gritó Sears—. He estado tropezando con las condenadas maletas durante meses.

—Bueno, ¿te importaría ayudarme a llevarla al ascensor, o tengo que llamar a Eduardo?

Estaba de pie en el umbral con un abrigo y un sombrero y poniéndose los guantes. Él sintió que se aproximaba a esas desconcertantes montañas espirituales donde dudaba de la realidad de su persona y de su mundo. Fue al recibidor y cogió la maleta.

—¿Adónde diablos vas? —preguntó.

—Vuelvo a Des Moines para ver a mi hija. Seguro que te lo he dicho pero lo has olvidado —dijo ella.

Eduardo, más como un pariente custodio que como un amante, observó con gran compostura la maleta, la cara de Sears, blanca de rabia, y los aires de viajera de Renée. El único cometido de Sears fue esperar en la acera hasta que a ella le abrieron la puerta del coche, y aceptar su beso de despedida.

—No sabes absolutamente nada de las mujeres —dijo ella.

Sears no se volvió a mirar a Eduardo, que estaba en el portal, y se fue al cine.



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