Tierra Firme by Matilde Asensi

Tierra Firme by Matilde Asensi

autor:Matilde Asensi [Asensi, Matilde]
La lengua: spa
Format: epub, mobi
Tags: Novela, Aventuras, Histórico
editor: ePubLibre
publicado: 2007-01-01T05:00:00+00:00


Capítulo 4

* * *

Arrumbamos hacia Cartagena y, como venía siendo costumbre desde los últimos tiempos, cuando las faenas del barco lo permitían y había luz en el cielo, mi señor padre me hacía sentar en cubierta y, con todos mis compadres puestos a la redonda, me hacía leer en voz alta alguno de los libros a los que era más aficionado. De esta guisa había leído ya para ellos los cinco libros del esforzado e invencible caballero Tirante el Blanco, los cuatro libros de Amadís de Gaula, Oliveros de Castilla, la Crónica del caballero Cifar y la Historia de la linda Melosina, que todos escuchaban con mucho gusto pues no había libros más entretenidos que los que narraban aventuras caballerescas.

Desde que nos dedicábamos al contrabando, nuestras permanencias en Cartagena de Indias se habían hecho muy cortas. Primeramente, nos dirigíamos todos a tierra con el batel salvo Guacoa y Nicolasito, que quedaban al cuidado de la nao. Al llegar a puerto, Juanillo, el grumete, se encaminaba hacia el taller de cierto carpintero que tenía entre sus esclavos a uno que era el que hacía llegar nuestros mensajes al rey Benkos. Este esclavo comunicaba el recado a otro, al que ya no conocíamos, y éste, a su vez, a otro más, y éste a otro más, de cuenta que, a través de muchos emisarios, buenos corredores todos y conocedores de las ciénagas y las montañas, el aviso llegaba hasta Benkos en poco más de un día y, así, en el tornaviaje, cuando pasábamos por la desembocadura del gran río Magdalena, los cimarrones nos estaban esperando para recoger sus mercaderías. Entretanto Juanillo realizaba dicho menester, los demás, tras alquilar en los muelles una recua de mulas, nos dirigíamos, con mi padre, hacia la casa de Melchor. Habíamos tomado por costumbre esperarle en la puerta hasta que terminaba pues nunca tardaba mucho y nos quedaban muy cerca las plantaciones con las que tratábamos. En cuanto salía, cargábamos las mulas con el tabaco y, una vez que mi padre había pagado a los capataces, retornábamos a Cartagena y al puerto, donde, con varios viajes del batel, llevábamos los fardos hasta el pañol de víveres, pues nuestras bodegas, a esas alturas, estaban siempre abarrotadas con las armas de Benkos. Cenábamos y hacíamos noche allí, mas el amanecer nos sobrevenía, sin falta, mareando lejos ya de Cartagena.

Aquel día, en cambio, hubo ciertas mudanzas. La primera, la demora de mi señor padre, que se entretuvo mucho en la hacienda de Melchor. Yo sabía que negociaba el rescate de sus bienes y por eso no me inquieté. Sin embargo, cuando abandonó la casa y le vimos caminar hacia nosotros con torpeza, como si hubiera bebido, el ánima se me fue del cuerpo y quedé sin sangre y sin aliento. Me adelanté presurosa para atenderle, mas las palabras no me salían de la boca.

—Padre —balbucí.

Al levantar los ojos, su mirada parecía perdida.

—¡Martín! —exclamó, sorprendido—. ¿Qué estás haciendo aquí?

—¿Se encuentra bien, padre?

Él se tanteó el jubón, como buscando algo.

—No —murmuró—. Lo cierto es que no.



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