Sánchez Ferlosio, Rafael.- El geco. by Unknown

Sánchez Ferlosio, Rafael.- El geco. by Unknown

autor:Unknown
La lengua: spa
Format: epub
publicado: 0101-01-01T00:00:00+00:00


Plata y ónix

Es entre Asturias y Galicia, creo, donde —según mi amigo, cazador, contaba— hay unos ríos bendecidos de pesca por el cielo. Queríamos contrastar nuestra pasión con su hermana la de los pescadores, a los que cordialmente comprendíamos, aun sin idea de sostener la caña. Mi amigo y compañero me decía que hay tabernas de aldea en aquellos ríos, donde los largos meses de la veda no sorprenden al hombre en otro oficio sino el de la tertulia, del vino y del cigarro, y alguna vez del naipe, y en cien tardes y noches los divinos pescados de los ríos, en fantasmas plasmados por arte del relato, brillando y coleando por el angosto cielo de la sala, no lo bastante alto para que de continuo no lo azoten y rayen las puntas de las cañas invisibles. ¿Tanto les da la pesca de los ríos —-le preguntaba yo—, que puedan luego pasarse medio año sin buscarse un de dónde para lo necesario de la vida?

Son hombres más que austeros, por lo visto, para quienes no hay bienes en la vida fungibles por su ocio y libertad de pescadores, y que pasan el hiato de la veda sobre el estrecho puente de rentillas de sus minifundios y de algunas quincenas, cuando aprieta, de peones eventuales, que lleguen a salírles por ahí. Son, como buenos gallegos, charlatanes hasta perjudicarse la salud.

Mi amigo pasó una tarde y una noche en un local de aquellos, sin que dejase de cuajarse en torno suyo, como forastero, la más ardiente y enconada conversación de pesca. La voz cantante la llevaba un flaco y más bien alto contertulio, quizá como de unos cuarenta y cinco anos, que nunca se reía —si bien corría la risa muy a menudo por sus compañeros—, por ser tal vez el que con más sosiego y pormenores, y más extensamente relataba, y asimismo el más lleno del gremio en experiencia. Y

así pasaron revista minuciosa a la admirable fauna de los ríos, pescado por pescado, en la trucha llegando a demorarse por dos horas y media, hasta que al fin el relator vació su cuenca y se quedó callado, y aun pareció que ya quería marcharse; o por lo menos miraba a sus colegas con expresión inquieta, impaciente tal vez de que terciasen y le hiciesen el relevo. El forastero —o sea, mi propio amigo— hizo a la rueda honores de tabaco, y luego, amable, ingenuo, se volvió al experimentado narrador: «Usted me está haciendo pasar una velada inolvidable.Y diga, por favor —ya que aún nos queda el as de la baraja—-, del salmón ¿qué es lo que me cuenta?» Mas, en oyendo el grave pescador tal nombre, cerró su rostro en gesto envenenado, como cuando en el aire se confirma la imagen que tememos, y con un brusco ladear la silla respecto de la mesa, casi en el ademán de levantarse, replicó alborotado, desasosegado, crispada en temblor nervioso la calma de sus manos: «No me hable del salmón, se lo suplico. No me lo saque a relucir siquiera, si es que me quiere ver tranquilo.



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