Prosa dispersa by Rubén Darío

Prosa dispersa by Rubén Darío

autor:Rubén Darío [Darío, Rubén]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Ensayo, Otros
editor: ePubLibre
publicado: 1919-01-01T00:00:00+00:00


Muchas campañas políticas llevó a cabo; su nombre llegó a sonar en una célebre candidatura. Entonces fue cuando le ocurrió lo del cuento de Mark Twain.

Sus enemigos se desencadenaron en su contra. El hombre probo fue maculado; el honorable Charles A. Dana, fue crucificado en muchas hojas de la Unión. Pero después pasó la tempestad, y el Sun brilló con mayores fulgores.

Como periodista era una portentosa cabeza. Aquel hombre de gusto, aquel literato, aquel artista, era un estupendo ciudadano del país del dóllar; tenía el don del éxito; la información de su diario es comparable a la del Herald o New York Journal.

Sus repórters y reporteresas —pues hay un batallón de mujeres en el servicio del periódico— son de primer orden. Y la empresa del Sun es una de las más fuertes de los Estados Unidos y de la tierra.

En Nueva York refiriéronme una de las muchas curiosas anécdotas de su vida periodística. Sucedió que una vez recibió, por correo, una carta escrita con una letra semejante a la del Bob de Gyp. Llamaba la atención aquella carta entre el enorme montón de la correspondencia recibida. Más o menos leyó lo siguiente:

«Mr. Charles A. Dana. —Director del Sun—. Soy una niñita de cinco años. Hoy no hemos comido. Mañana pasa Santa Claus y no tendré muñeca, ni mi hermanito tendrá juguetes. Hace mucho frío y ya no tenemos carbón.» Firmaba un nombre de niña cualquiera, y junto al nombre la dirección de la casa.

Envió Dana a un repórter activo e inteligente a cerciorarse de lo que hubiere de cierto y ver si no había en el caso superchería. El repórter volvió afirmando el contenido y alabando la inteligencia rara de la niñita.

La madre, viuda, estaba en cama, y hacía días que había concluido sus ahorros. Estaba próxima a la más espantosa miseria, en medio de un crudísimo invierno.

Dana, ¿qué hizo? En el número del día publicó, sencillamente, el facsímil de la cartita, y he aquí el resultado, completamente yankee. Varias fábricas de muñecas y grandes almacenes, regalaron magníficos juguetes a los dos niños, en tal cantidad, que hubo que tomarse un local para exhibir —por paga, naturalmente— los regalos.

Varias compañías de ferrocarril obsequiaron a los niños con toneladas de carbón. El Sun adoptó al niño, y le costeó su educación. Una dama millonaria adoptó a la niña. Y Santa Claus fue el viejo Dana, con su gran barba, sus ojos dominadores y bondadosos, su gesto dictatorial y sus gentiles obras.



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