Los pazos de Ulloa by Emilia Pardo Bazán

Los pazos de Ulloa by Emilia Pardo Bazán

autor:Emilia Pardo Bazán
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Clásico
publicado: 1885-12-31T16:00:00+00:00


- III -

Sin embargo, aún le quedaban al señor Antón deberes facultativos que llenar en aquella casa. Le presentaron un ternero que andaba malucho de desgano y rehusaba las cortezas de pan y la hierba más apetitosa. Le abrió la boca al punto, sacole de través la lengua, y declaró que tenía el piojo. Pidió los ingredientes de sal y ajo, que metió en una bolsita de lienzo; mojola en vinagre, y frotó con ella los bordes de la lengua, para levantar las escamillas en que consistía el mal: sacó luego del bolsillo —estuche unas tijeras de costura, y cortó las escamas, dejando al choto en disposición de zamparse todos los prados comarcanos. Tras el ternero vino un buey, cojo de la mano derecha: el doctor reconoció que tenía el pulgón y que era preciso meterle entre la pezuña un puñado de pólvora amasada y prenderle fuego. El caso era que no se encontraba pólvora allí.

—Que vayan por ella a los Pazos —exclamó servicialmente Perucho.

—Mientras van y vuelven llega la noche, señorito —exclamó el atador—, y de aquí a Boán hay camino. Ya pasaré por aquí mañana o pasado lo más tarde, que me cumple verle la yegua al señor Ángel. No hay duda, que no muere el buey por eso.

Quedó aplazada la voladura del pulgón, pero no consintió la Sabia en que se partiese el algebrista sin tomar un taco y echar un cloris. Limpiándose el copioso sudor con el pañuelo de yerbas, sentose el señor Antón a la mesa, ante el zoquete de pan de centeno y el jarro de vino. Entabló conversación con el ama de casa, no habiendo querido los señoritos sentarse ni probar cosa alguna, porque les divertía más presenciar la cómica escena y oír, cruzando ojeadas y risas, la plática donosa que avivaban con sus preguntas. Estaba de buen humor el vejete, como siempre que terminaba felizmente una operación y se veía con el pichel de mosto delante. A las quejas de la Sabia, que se lamentaba de las enfermedades de los animales con tono de abuela cuando deplora achaques de sus nietos, respondía jocosamente el algebrista que, si no tuviese una riqueza en ganado, no se le pondría el ganado enfermo nunca.

—¿A que a mí no se me mueren las vacas? En no las teniendo… catá.

La bruja respondía a tan atinada observación con otra muy filosófica y cristiana:

—Todos habemos de morir, si Dios quiere.

De tal respuesta tomó pie el algebrista para procurar insinuarse, hablando del bocio de la vieja, y comprometiéndose a extirpárselo con tanta prontitud como el tumor de la vaca, fuera el alma. Contó que precisamente acababa de realizar la misma operación en un labrador rico de Gondás. De cuatro a cinco tajos de navaja ¡zis, zas! (y al decir zis, zas pasaba el dedo por delante del cuello deforme de la Sabia) le había sajado el bocio perfectísimamente, plantándole, para atajar la morragia, un emplasto donde se misturaban trementina, diaquilón, confortativo, minio, litargirio, incienso, pez blanca, pez dorada y pez negra…

—Vamos, pez de todos los colores —dijo Perucho riendo.



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