Los jefes Los cachorros by Mario Vargas Llosa

Los jefes  Los cachorros by Mario Vargas Llosa

autor:Mario Vargas Llosa
La lengua: spa
Format: epub
editor: Penguin Random House Grupo Editorial España
publicado: 2012-11-02T00:00:00+00:00


Un visitante

Los arenales lamen la fachada del tambo y allí acaban: desde el hueco que sirve de puerta o por entre los carrizos, la mirada resbala sobre una superficie blanca y lánguida hasta encontrar el cielo. Detrás del tambo, la tierra es dura y áspera, y a menos de un kilómetro comienzan los cerros bruñidos, cada uno más alto que el anterior y estrechamente unidos; las cumbres se incrustan en las nubes como agujas o hachas. A la izquierda, angosto, sinuoso, estirándose al borde de la arena y creciendo sin tregua hasta desaparecer entre dos lomas, ya muy lejos del tambo, está el bosque; matorrales, plantas salvajes y una hierba seca y rampante que lo oculta todo, el terreno quebrado, las culebras, las minúsculas ciénagas. Pero el bosque es sólo un anuncio de la selva, un simulacro: acaba al final de una hondonada, al pie de una maciza montaña, tras la cual se extiende la selva verdadera. Y doña Merceditas lo sabe; una vez, hace años, trepó al vértice de esa montaña y contempló desde allí, con ojos asombrados, a través de los manchones de nubes que flotaban a sus pies, la plataforma verde, desplegada a lo ancho y a lo largo, sin un claro.

Ahora, doña Merceditas dormita echada sobre dos costales. La cabra, un poco más allá, escarba la arena con el hocico, mastica empeñosamente una raja de madera o bala al aire tibio de la tarde. De pronto, endereza las orejas y queda tensa. La mujer entreabre los ojos:

—¿Qué pasa, Cuera?

El animal tira de la cuerda que la une a la estaca. La mujer se pone de pie, trabajosamente. A unos cincuenta metros, el hombre se recorta nítido contra el horizonte, su sombra lo precede en la arena. La mujer se lleva una mano a la frente como visera. Mira rápidamente en torno; luego, queda inmóvil. El hombre está muy cerca; es alto, escuálido, muy moreno; tiene el cabello crespo y los ojos burlones. Su camisa descolorida flamea sobre el pantalón de bayeta, arremangado hasta las rodillas. Sus piernas parecen dos tarugos negros.

—Buenas tardes, señora Merceditas —su voz es melodiosa y sarcástica. La mujer ha palidecido.

—¿Qué quieres? —murmura.

—¿Me reconoce, no es verdad? Vaya, me alegro. Si usted es tan amable, quisiera comer algo. Y beber. Tengo mucha sed.

—Ahí adentro hay cerveza y fruta.

—Gracias, señora Merceditas. Es usted muy bondadosa. Como siempre. ¿Podría acompañarme?

—¿Para qué? —la mujer lo mira con recelo; es gorda y entrada en años, pero de piel tersa; va descalza—. Ya conoces el tambo.

—¡Oh! —dice el hombre, en tono cordial—. No me gusta comer solo. Da tristeza.

La mujer vacila un momento. Luego camina hacia el tambo, arrastrando los pies dentro de la arena. Entra. Destapa una botella de cerveza.

—Gracias, muchas gracias, señora Merceditas. Pero prefiero leche. Ya que ha abierto esa botella, ¿por qué no se la toma?

—No tengo ganas.

—Vamos, señora Merceditas, no sea usted así. Tómesela a mi salud.

—No quiero.

La expresión del hombre se agria.

—¿Está sorda? Le he dicho que se tome esa botella. ¡Salud!

La mujer levanta la botella con las manos y bebe, lentamente, a pequeños sorbos.



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