Los cien mil hijos de san Luis by Benito Pérez Galdós

Los cien mil hijos de san Luis by Benito Pérez Galdós

autor:Benito Pérez Galdós [Pérez Galdós, Benito]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Histórico
editor: ePubLibre
publicado: 1877-01-01T05:00:00+00:00


- XX -

L día siguiente muy temprano entró Campos en casa. Ya he dicho que este masón era amigo muy constante de la familia con quien yo vivía, un matrimonio alavés, de edad madura y sin hijos, extraño por lo general a las pasiones políticas, aunque la señora, como buena vascongada, se inclinaba al absolutismo. Campos entró gritando:

—¡Ya nos la ha pegado ese tunante!

Al punto comprendí lo que quería expresar.

—La Bisbal ha capitulado ¿no es eso? —le dije—. ¡Qué noticia! Ya lo suponíamos.

—Pero al menos, señora, al menos… —manifestó Campos con afán—. Las formas, es preciso guardar ciertas formas… Todos estamos dispuestos a capitular, porque no es posible vivir en lucha con la general corriente, ni con la Europa entera; pero… pero…

—¿Y qué ha hecho La Bisbal?

—Dar un manifiesto…

—Ya lo suponía: es el hombre de los manifiestos.

—Un manifiesto en que dice que sí y que no, y que tira y afloja, y que blanco y que negro… En fin, un manifiesto de La Bisbal. Después ha entregado el mando al marqués de Castelldosrius y ha desaparecido. El ejército está desmoralizado. La mayor parte de los soldados se van a donde les da la gana, y aquí nos tiene usted, como el 3 de Diciembre de 1808, en poder de los franceses… ¿Vamos a ver, qué hace ahora un hombre honrado como yo? ¿Qué hacen ahora los hombres que no se han metido en nada, que desde su campo defendieron siempre el orden y las conveniencias?…

Yo hacía esfuerzos para contener la risa. La zozobra del masón en momentos de tanto apuro y su afán por presentarse como hombre de orden ofrecían un cuadro tan gracioso como instructivo.

—¿De modo que ya se acabó la Constitución? —dijo la señora de Saracha, elevando majestuosamente las manos al cielo, como en acción de gracias—. Pues ahora habrá perdón general. Se reconciliarán todos los españoles, dándose fraternales abrazos y amparándose bajo el manto amoroso del Rey.

Yo me eché a reír.

—No es mal perdón el que nos aguarda —dijo Campos con detestable humor—. ¡Bonito manto nos amparará! Ya se ha alborotado la gentuza de los barrios bajos, y las caras siniestras, las manos negras y rapaces, los trabucos y las navajas van apareciendo. Nada, nada. Tendremos escenas de luto y de ignominia, otro 10 de Mayo de 1814.

—¿Será posible? Pues me parece que efectivamente hay algo de alboroto en la calle —dijo mi amiga asomándose al balcón.

Vivíamos en la calle de Toledo, que es la arteria por donde la emponzoñada sangre sube al cerebro de la villa de Madrid en los días de fiebre. Cruzaban la calle gentes del pueblo en actitud poco tranquilizadora. Al poco rato oímos gritar: «¡viva la religión!», «¡vivan la caenas!». Fue aquella la primera vez de mi vida que oí tal grito, y confieso que me horrorizó.

Campos no quiso asomarse porque le enfurecían los desahogos de la plebe (mayormente cuando chillaba en contra de los liberales) y seguía diciendo:

—Veremos cómo tratan ahora a los hombres honrados que han defendido el orden, que han procurado siempre contener al democratismo y a la demagogia.



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