La religiosa by Denis Diderot

La religiosa by Denis Diderot

autor:Denis Diderot [Diderot, Denis]
La lengua: spa
Format: epub, mobi
Tags: Novela, Filosófico
editor: ePubLibre
publicado: 1760-01-01T05:00:00+00:00


En el intervalo de unos pocos días ocurrieron dos grandes acontecimientos: uno, que gané el pleito contra las religiosas de Longchamp; fueron condenadas a pagar a la casa de Santa Eutropia, donde yo estaba, una pensión proporcionada a mi dote; el otro, el cambio de director. Fue la superiora en persona quien me informó de este último.

Mientras tanto, no iba a su celda más que acompañada; ella no venía sola a la mía. Me buscaba siempre, pero yo la evitaba y me hacía reproches por ello. No sé lo que pasaba en su alma, pero debía ser algo extraordinario. Se levantaba por la noche y se paseaba por los corredores, sobre todo por el mío; yo la oí pasar y volver a pasar; detenerse en mi puerta, lamentarse, suspirar; yo temblaba y hundíame en mi lecho. De día, si yo estaba en el paseo, en la sala de trabajo o en el recreo, se pasaba horas enteras mirándome de manera que yo no pudiese percatarme de ella; espiaba todos mis pasos; si bajaba, la encontraba al final de la escalera; me esperaba arriba cuando subía. Un día me detuvo, púsose a mirarme sin decir una palabra; las lágrimas fluían abundantemente de sus ojos, luego, de repente, arrojándose a tierra y estrechándome una rodilla con sus dos manos, me dijo: «Hermana cruel, pídeme la vida, te la daré, pero no te me ocultes; no podría vivir sin ti…». Su estado me dio lástima, tenía los ojos exangües; había perdido su lozanía y sus buenos colores. Era mi superiora, estaba a mis pies, la cabeza apoyada contra mi rodilla, que tenía abrazada; le tendí las manos, las cogió con ardor, besólas, y luego seguía mirándome. La levanté. Se tambaleaba, apenas podía andar; la conduje a su celda. Cuando su puerta estuvo abierta, tomóme de la mano y tiró dulcemente para hacerme entrar, pero sin hablar ni mirarme.

—No —le dije— querida madre, no; me lo he prometido; es lo mejor para usted y para mí; ocupo demasiado sitio en su alma, perdido para Dios, a quien le debe usted todo.

—¿Y es usted quien debe reprochármelo?…

Mientras le hablaba, intentaba liberar mi mano de la suya.

—¿No quiere, entonces, entrar?

—No, querida madre, no.

—¿No lo quiere, Santa Susana? No sabes lo que puede suceder, no, no lo sabes: me harás morir…

Estas últimas palabras me inspiraron un sentimiento totalmente contrario al que ella se proponía; retiré mi mano con presteza y me escapé. Ella volvióse, me miró andar algunos pasos, luego, entrando en su celda cuya puerta quedó abierta, comenzó a lanzar las más agudas quejas. Yo las oí, me impresionaron. Dudé un momento si continuar alejándome o si retroceder; no obstante, no sé por qué sentimiento de aversión, me alejé, pero no fue sin sufrir por el estado en que la dejaba; soy compasiva por naturaleza. Encerréme en mi habitación, donde me encontraba incómoda; no sabía en qué ocuparme; di algunas vueltas a lo largo y a lo ancho, distraída y turbada; salí y entré; por fin, fui a golpear a la puerta de sor Santa Teresa, mi vecina.



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