La Batalla de los Arapiles by Benito Pérez Galdós

La Batalla de los Arapiles by Benito Pérez Galdós

autor:Benito Pérez Galdós
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Clásico, Histórico
publicado: 1878-01-01T05:00:00+00:00


- IX -

Fuera de la estancia sentí el ruido de los cerrojos que corría por dentro la hermosa inglesa y me retiré a mi aposento que era el rincón de un oscuro pasillo, donde Tribaldos me había arreglado un lecho con mantas y capotes. Tendime sobre aquellas durezas y en buena parte de la noche no pude conciliar el sueño; de tal modo se había encajado dentro de mi cerebro la extraña señora inglesa, con su caída, sus desmayos, su té y su acabada hermosura. Pero al fin, rendido por el gran cansancio, me dormí sosegadamente. Por la mañana, díjome la señora de Forfolleda que la señorita rubia estaba mejor, que había pedido agua y té y pan, ofreciendo dinero abundante por cualquier servicio que se le prestara. Como manifestase deseos de entrar a saludarla, añadió la Forfolleda que no era conveniente, por estar la señorita arreglándose y componiéndose, a pesar de las heridas leves de su brazo.

Al salir a mis quehaceres, que fueron muchísimos y me ocuparon casi todo el día, encontré a sir Tomás Parr, a quien encargué lo de la maleta.

Por la tarde, después del gran trabajo de aquel día que me hizo poner un tanto en olvido a la interesante dama, regresé a casa de Forfolleda, y vi a gran número de ingleses que entraban y salían, como diligentes amigos que iban a informarse de la salud de su compatriota. Entré a saludarla, y la pequeña estancia estaba llena de casacas rojas pertenecientes a otros tantos hombres rubios que hablaban con animación. La joven inglesa reía y bromeaba, y habíase puesto tan linda, sin cambiar de traje, que no parecía la misma persona demacrada, melancólica y nerviosa de la noche anterior. La contusión del brazo entorpecía algo sus graciosos movimientos.

Después que nos saludamos y cambié con aquellos señores algunos fríos cumplidos, uno de ellos invitó a la señorita a dar un paseo; otro ponderó la hermosura de la apacible tarde, y no hubo quien no dijese una palabra para decidirla a dejar la triste alcoba. Ella, sin embargo, afirmó que no saldría hasta la siguiente mañana y con estos diálogos y otros en que la graciosa joven no hacía maldito caso de su libertador, vino la noche y con la noche luces dentro del cuarto y tras las luces un par de teteras que trajeron los criados de los ingleses. Entonces se alegraron todos los semblantes y empezó el trasiego con tanto ahínco que el que menos se echó dentro un río de licor de la China, sin que ni un momento cesase la charla. Trajeron después botellas de vino de Jerez, que en un santiamén dejaron como cuerpos sin alma, porque toda ella pasó a fortificar las de aquellos claros varones; mas ninguno perdió su gravedad. Brindamos a la salud de Inglaterra, de España, y a eso de las nueve nos retiramos todos, despidiéndonos la hermosa ninfa con afabilidad, pero sin que ni con frase, ni gesto, ni mirada me distinguiese de los demás.

Me retiraba a mi escondite cuando sentí que la desconocida echaba el cerrojo.



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