Ideas y creencias(c.2) by Jose Ortega Y Gasset

Ideas y creencias(c.2) by Jose Ortega Y Gasset

autor:Jose Ortega Y Gasset
La lengua: es
Format: mobi
publicado: 2011-10-11T22:00:00+00:00


II. Los dos utopismos

Cuando la conversación no es un mero canje de mecanismos verbales en que los hombres se comportan casi como gramófonos, sino que los interlocutores hablan de verdad sobre un asunto, se produce un curioso fenómeno. Conforme avanza la conversación, la personalidad de cada uno se va disociando progresivamente: una parte de ella atiende a lo que se dice y colabora al decir, mientras la otra, atraída por el tema mismo, como el pájaro por la serpiente, se retrae cada vez más hacia su íntimo fondo y se dedica a pensar en el asunto. Al conversar vivimos en sociedad: al pensar nos quedamos solos. Pero el caso es que en ese género de conversaciones hacemos ambas cosas a la vez, y a medida que la charla progresa las vamos haciendo con intensidad creciente: atendemos con emoción casi dramática a lo que se va diciendo y al propio tiempo nos vamos sumiendo más y más en la soledad abisal de nuestra meditación. Esta creciente disociación no se puede sostener en permanente equilibrio. De aquí que sea característico de tales conversaciones la arribada a un instante en que sufren un síncope y reina denso silencio. Cada interlocutor queda absorto en sí mismo. De puro estar pensando no puede hablar. El diálogo ha engendrado silencio y la sociedad inicial precipita en soledades.

Esto aconteció en nuestra reunión, después de mis últimas palabras. ¿Por qué, entonces? No hay duda: esta marea viva del silencio que llega a cubrir el diálogo se produce cuando el desarrollo del tema ha llegado a su extremo en una de sus direcciones y la conversación tiene que girar sobre sí misma y poner la proa a otro cuadrante.

—Este silencio —dijo alguien— que ha surgido entre nosotros tiene un carácter fúnebre. Ha matado usted la traducción y, taciturnos, seguimos su entierro.

—¡Ah, no! —repuse yo—. ¡De ninguna manera! Me importaba mucho subrayar las miserias del traducir, me importaba sobre todo definir su dificultad, su improbabilidad, pero no para quedarme en ello, sino al revés: para que fuese resorte balístico que nos lanzase hacia el posible esplendor del arte de traducir. Es, pues, el mi— ñuto oportuno para gritar: «¡La traducción ha muerto! ¡Viva la traducción!» Ahora tenemos que bogar en sentido opuesto y, como Sócrates dice en ocasiones parecidas, tenemos que cantar la palinodia.

—Me temo —dijo el señor X— que le cueste a usted mucho trabajo. Porque no olvidamos su afirmación inicial que nos presentó la faena del traducir como una operación utópica y un propósito imposible.

—En efecto; eso dije y un poco más: que todos los quehaceres —específicos del hombre tienen parejo carácter. No teman ustedes que intente decir ahora por qué pienso así. Sé que en una conversación francesa hay siempre que evitar lo principal y conviene mantenerse en la zona templada de las cuestiones intermedias. Harto amables son ustedes tolerándome y hasta imponiéndome este monólogo disfrazado, a pesar de que el monólogo es, tal vez, el crimen más grave que se puede cometer en París. Por eso



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