Gomorra by ROBERTO SAVIANO

Gomorra by ROBERTO SAVIANO

autor:ROBERTO SAVIANO
La lengua: es
Format: mobi
publicado: 2009-01-21T00:00:00+00:00


SEGUNDA PARTE

Kaláshnikov

Había pasado los dedos por encima. Incluso había cerrado los ojos. Dejaba deslizar la yema del índice por toda la superficie. De arriba abajo. Luego, al pasar sobre el orificio, se me enganchaba la mitad de la uña. Lo hacía en todos los escaparates. A veces el índice entraba del todo en el orificio; otras veces solo entraba a medias. Luego aumenté la velocidad; recorría la lisa superficie de manera desordenada, como si mi dedo fuera una especie de gusano enloquecido que entraba y salía de los agujeros, superando los baches y corriendo de un lado a otro sobre el cristal. Hasta que me hice un limpio corte en la yema. Seguí deslizándola por el cristal, dejando un halo acuoso de color rojo púrpura. Luego abrí los ojos. Un dolor sutil, inmediato. El orificio se había llenado de sangre. Dejé de hacer el idiota y empecé a chupar la herida.

Los orificios del kaláshnikov son perfectos. Se estampan violentamente sobre los cristales blindados, horadan, mellan, parecen termes que mordisquearan y luego dejaran la galería. Desde lejos, los disparos de metralleta dan una impresión extraña, como si se formarais decenas de bolitas en el corazón del cristal entre las diversas capas blindadas. Después de una ráfaga de kaláshnikovs, ningún comerciante cambia los cristales. Hay quien mete pasta de silicona por dentro y por fuera; hay quien los cubre con cinta adhesiva negra, pero la mayoría lo deja todo tal como está. Un escaparate blindado de una tienda puede llegar a costar hasta cinco mil euros, de modo que es mejor mantener estas violentas decoraciones. Y en el fondo, hasta resultan atractivas para los clientes, que se detienen con curiosidad, preguntándose qué habrá pasado, explayándose con el dueño del comercio, y, en suma, acaban comprando algo más de lo necesario. Lejos de sustituir los cristales blindados, lo que se espera es más bien que la próxima ráfaga los haga estallar. En ese caso la aseguradora paga, ya que, si uno llega por la mañana temprano y hace desaparecer la ropa, la ráfaga de ametralladora pasa a clasificarse de robo.

Disparar a los escaparates no es tanto un acto de intimidación, un mensaje que las balas han de transmitir, como más bien una necesidad militar. Cuando llegan nuevas partidas de kaláshnikovs hay que probarlas. Ver si funcionan, comprobar si el cañón está bien montado, familiarizarse, verificar que los cargadores no se encasquillen. Podrían probar las ametralladoras en el campo, con los cristales de viejos coches blindados, comprar planchas para poder destrozadas con toda tranquilidad.

Pero no lo hacen. En lugar de ello disparan a los escaparates, a las puertas blindadas, a las persianas metálicas, a modo de recordatorio de que no hay nada que no pueda ser suyo y de que todo, en el fondo, no es más que una concesión momentánea, un poder delegado de una economía que solo ellos gestionan. Una concesión, nada más que una concesión que en cualquier momento puede ser revocada. Y además, supone, asimismo, una ventaja indirecta, ya que



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