Firmin by Sam Savage

Firmin by Sam Savage

autor:Sam Savage [Savage, Sam]
La lengua: spa
Format: epub, mobi
Tags: Novela, Drama
editor: ePubLibre
publicado: 2006-01-01T05:00:00+00:00


8

Hay dos clases de animales en este mundo: los que poseen el don del lenguaje y los que no lo poseen. Los animales que poseen el don del lenguaje se dividen, a su vez, en dos tipos: los que hablan y los que escuchan. La mayor parte de estos últimos la constituyen los perros. Son tan extremadamente tontos, sin embargo, que llevan su afasia con una especie de gozo servil, que exteriorizan meneando el rabo. No era mi caso: no soportaba la idea de pasar el resto de mis días en silencio.

Hace ya mucho tiempo, en los albores de mi historia de amor con los humanos, descubrí en el curso de mis lecturas varios métodos ingeniosos ideados para mitigar la inclinación natural de esta especie a funcionar mal y estropearse: piernas protésicas, dentaduras postizas, bragueros, audífonos y ojos de cristal. De manera que no tardó en ocurrírseme la idea de suplir mi deficiencia natural con alguna clase de aparejo mecánico. Cuando tropecé por primera vez con las palabras máquina de escribir, venían sin explicación, como algo obvio y familiar, y lo único que llegué a colegir era que se trataba de una cosa con teclas sobre las cuales volaban a veces los ágiles dedos femeninos. Al principio pensé que sería algún instrumento musical y me desconcertó que lo relacionaran con tecleo. Cuando por fin comprendí que se trataba de una máquina para poner palabras sobre un papel, me sobrevino una emoción tremenda. No había por ninguna parte una máquina de escribir a la que ponerle las zarpas encima, pero, así y todo, la mera noción desencadenaba en mí una verdadera corriente de imágenes. Me vi distribuyendo notas mecanografiadas por toda la librería para que Norman las encontrase y se quedara perplejo al leerlas. En mis sueños, las encontraba y se rascaba la cabeza y dejaba pequeñas misivas de respuesta.

Bueno, ya hemos visto de qué manera me falló Norman. Lo mismo la máquina de escribir. Desenterré detalladas descripciones y dibujos rotulados, e incluso vi alguna en funcionamiento, en el cine. El veredicto era inequívoco: demasiado bulto, demasiado peso. Cuando se es pequeñito, no basta con ser un genio. Aun suponiendo que lograra accionar las teclas, dejándome caer desde una altura, jamás lograría encajar el papel en el carro —a las ratas no se nos da nada bien sujetar cosas—, ni mover la larga palanca plateada que servía para situar el carro. En el cine había comprobado que las máquinas de escribir, en efecto, generan su tipo de música, y supe que nunca oiría como resultado de mi esfuerzo el estupendo ping de misión cumplida que suena al final de las líneas, ni el largo rasponazo, parecido a una salva de aplausos, que emite el carro al hacerlo desplazarse para empezar otra línea. Y así ha resultado: cuando termino una línea, no oigo nada, sólo el silencio de los pensamientos cayendo interminablemente por el agujero de la memoria.

Pero, como ya dije antes, puedo ser muy persistente cuando de veras quiero algo, y no renuncié a la idea de conversar con los humanos.



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