Esta bruma insensata by Enrique Vila-Matas

Esta bruma insensata by Enrique Vila-Matas

autor:Enrique Vila-Matas [Vila-Matas, Enrique]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Drama
editor: ePubLibre
publicado: 2019-04-01T16:00:00+00:00


18

Cuando se olvidó de los marcianos y volvió a hablarme de seres terrestres, lo hizo de sus mejores amigos, todos —recalcó con orgullo— nacidos en Cadaqués. Citó una gran cantidad de nombres, Ferragut entre ellos. A algunos, le dije, los conocía y a otros —la gran mayoría— nada. Es lógico que no los conozcas a todos, viviendo como vives ahí aislado junto al viento, dijo. Me reí. No te rías tanto, dijo, los dos hermanos salisteis con tendencia a vivir aislados, tú más que él, aunque has tenido la elegancia, al menos, de no desaparecer, por eso me caes mejor.

A mí Vergés, hablando de aquel modo de mi hermano —después de todo, Rainer era mi hermano—, no me caía precisamente muy bien. Le miré con un exceso de atención, y lo hice de forma muy deliberada, buscando confirmar que en realidad él, a pesar de su envergadura física, era lo más parecido que había en el mundo a un pequeño, tonto, desamparado suspiro. Lo confirmé. Es más, visto de perfil, era como un gorrión no acabado de hacer, como uno de esos animales incompletos que, según él, pintaba Dalí.

Tu hermano, cuando era joven, insistió Vergés —como si leyera mi mente y replicara lo que estaba pensando de él—, era muy bruto y cargante y dio mucho el coñazo a todo Cadaqués, nadie le podía soportar, decía ser hippie, pero la cocaína, tanto como sus exhibiciones de mediocridad y marihuana, acabaron con la paciencia de muchos.

Nada más decirme esto, empezó a crecer en mí la sofocante sensación de que apenas avanzábamos con el coche y que si nos movíamos lo hacíamos en un espacio cada vez más privado de aire, cada vez más cerrado. No me atrevía a preguntarle si no estaba notando una tendencia a la inmovilidad en nuestro vehículo porque sabía que aquella sospecha era indemostrable, porque, a fin de cuentas, algo sí nos movíamos; no mucho, pero íbamos hacia delante, aunque como si los dos no fuéramos más que puras «existencias menores», con la cabeza en general siempre encorvada, abriéndonos paso a duras penas por la carretera del infierno.

Así que no dije nada, porque mis palabras me habrían condenado a retrasar aún más mi llegada a Barcelona. Aun así, no pude evitar que me viera como un chiflado. Porque, por ejemplo, debido a que no podía quitarme de la cabeza la sensación de que no íbamos a salir nunca de aquella angosta carretera de curvas, y ya sólo por curiosidad y por ver cómo reaccionaba aquel inesperado lento conductor que era Vergés, pero también para tranquilizarme si, como esperaba, él rebatía mi impresión de no avanzar mucho, le pregunté, medio balbuceando, si no tenía la impresión de que estábamos muertos.

Temí que frenara de nuevo su coche en seco y luego, no sé por qué, pensé que me iba a dar la razón en todo lo que le había dicho, pero no fue así. No empecemos, se limitó a decir. No sabía a qué se refería, pero le comenté que precisamente tenía la impresión de no haber empezado.



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