El castillo by Franz Kafka

El castillo by Franz Kafka

autor:Franz Kafka [Kafka, Franz]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Drama
editor: ePubLibre
publicado: 1926-01-01T05:00:00+00:00


18 - El castigo de Amalia

Pero poco después fuimos acribillados desde todas partes con preguntas sobre la historia de la carta, vinieron amigos y enemigos, conocidos y extraños, pero no permanecían mucho tiempo, los mejores amigos fueron los que se despidieron más deprisa; Lasemann, en otras ocasiones lento y digno, entró como si quisiera examinar las dimensiones de la habitación, echó un vistazo a su alrededor y se acabó; pareció un horrible juego infantil ver cómo Lasemann huía y nuestro padre, separándose del resto de la gente, salía detrás de él hasta el umbral donde renunció a seguirlo más. Brunswick vino y le dijo a mi padre, con toda sinceridad, que se quería hacer independiente; un tipo listo, ese Brunswick, supo aprovechar la ocasión; vinieron clientes y buscaron sus zapatos en el taller de mi padre, los que habían dejado allí para reparar, al principio mi padre intentó que cambiaran de opinión, y todos le apoyamos con todas nuestras fuerzas, pero más tarde renunció y ayudó a buscar en silencio, en el libro de encargos se fue tachando línea tras línea, se entregaron las reservas de piel que los clientes tenían en el taller, todo ocurrió sin la menor disputa, se quedaban satisfechos cuando conseguían romper rápida y completamente el vínculo con nosotros, aunque al hacerlo se sufrieran pérdidas, eso no importaba. Y, finalmente, como era de prever, apareció Seemann, el jefe de bomberos, aún puedo ver la escena, Seemann, alto y fuerte, aunque un poco inclinado y enfermo del pulmón, siempre serio, no podía reír, estaba ante mi padre, a quien había admirado, a quien le había prometido en confianza el puesto de representante del jefe, y le anunció que quedaba expulsado del cuerpo, pidiéndole que le devolviera el diploma. Las personas que se encontraban a nuestro alrededor dejaron sus asuntos y rodearon a los dos hombres. Seemann no podía decir nada, se limitaba a dar unas palmadas en el hombro de mi padre como si quisiera sacarle las palabras que él mismo quisiera decir y no podía encontrar. Al hacerlo sonreía, con lo que quería tranquilizarse y tranquilizar a los demás, pero como no podía sonreír y nadie le había oído reír, a nadie se le ocurrió que aquello pudiera ser una sonrisa. Nuestro padre, sin embargo, ya estaba demasiado cansado y desesperado para poder ayudar a Seemann, sí, incluso parecía demasiado cansado como para poder reflexionar de qué se trataba. Todos estábamos desesperados en la misma medida, pero como éramos jóvenes no podíamos creer en semejante catástrofe, siempre pensábamos que entre los visitantes finalmente habría uno que ordenaría «alto» y obligaría a que todo retrocediese a su estado original. Seemann nos parecía, en nuestra irreflexión, la persona más indicada para eso. Con tensión esperábamos a que de esa sonrisa sempiterna saliese finalmente una palabra clara. ¿De qué se podía uno reír si no era de la necia injusticia que nos estaba ocurriendo? «Señor jefe, señor jefe, dígaselo a la gente», pensábamos y nos apretábamos contra él, lo que sólo le obligaba a realizar los giros más extraños.



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