El caso de la dama zurda by Mancy Springer

El caso de la dama zurda by Mancy Springer

autor:Mancy Springer [Springer, Nancy]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Juvenil, Aventuras, Intriga
editor: 13nsurgentes
publicado: 2018-09-13T00:00:00+00:00


CAPÍTULO DÉCIMO

UNA ANCIANA ATAVIADA CON UNA BLUSA y una falda sencillas pero decorosas respondió a mi llamada. Aunque parecía sorprendida de encontrarme llorando en la puerta, no se angustió.

—¿Está… el… señor Sherlock Holmes? —pregunté entre sollozos.

Había olvidado utilizar el acento que convenía a mi apariencia, pero probablemente con las lágrimas no se dio cuenta.

—Lo siento, querida. Acaba de salir.

Mientras hablaba, la casera se arropó en el chal. Conocía a la señora Hudson. Por las obras del doctor Watson, parecía una buena persona, pero tuve bien presente no utilizar su nombre.

—Pero… pero yo… necesito verlo esta misma tarde… —me lamenté.

—No sé cuándo volverá, señorita.

—No me importa. Estoy en… un gran apuro. Esperaré.

—Pero puede tardar horas… —A pesar del chal, la señora Hudson tiritaba. Dio unos pocos pasos atrás, hacia el interior de la casa, preparándose para cerrar la puerta—. ¿Por qué no vuelve más tarde?

—Esperaré. —Lloriqueando, me dejé caer en el helado peldaño.

—Querida, no puede esperar ahí. Se congelará. Pase, pase.

Tal como había supuesto, me condujo a la planta superior y me hizo pasar a la sala de estar de mi hermano.

—Dios mío —murmuré, sorprendida ante el desorden que reinaba.

Nunca antes me había aventurado en la casa de un soltero. Por supuesto, por los escritos del doctor Watson sabía que habría tabaco (nada más y nada menos que en el interior de una babucha persa) y un violín (instrumento y arco depositados con descuido encima de una silla), cartas ensartadas en una navaja sobre la repisa de la chimenea, agujeros de bala en la pared y cosas por el estilo. Pero no estaba preparada en absoluto para las ausencias: no había flores, ni cojines de encaje ni faldones de volantes en las sillas.

Ser un hombre, aparentemente, consistía en carecer de la habilidad de ser una mujer.

La señora Hudson chasqueó la lengua al ver el desorden de libros y papeles.

—El señor Holmes es pulcro en su apariencia y sus hábitos personales, pero no en los quehaceres domésticos —lo excusó—. Es un auténtico caballero. Sea cual sea su aprieto, hará todo lo que esté en sus manos para ayudarla, sin tener en cuenta si puede pagar sus honorarios.

Sus palabras trajeron nuevas lágrimas a mis ojos porque, a pesar de su engaño, deseaba creer que mi hermano era una buena persona.

—¿Me permite su abrigo, señorita? —dijo mientras empezaba a quitármelo.

—¡No! —me arrebujé en el impermeable, bajo el que se escondía el vestido demasiado a la moda de Ivy Meshle—. No, gracias —rectifiqué—. Estoy helada.

—Bien, señorita. Entonces, tome asiento. —La amable anciana cambió de lugar unos periódicos que había sobre un sillón cerca de la chimenea y me invitó a sentarme—. Le traeré un poco de té. —Y abandonó la estancia afanosamente.

Tan pronto como hubo cerrado la puerta a mis espaldas, me erguí y me dirigí tan silenciosamente como pude hacia el escritorio de mi hermano. Con la vista borrosa a causa de las lágrimas de impaciencia que luchaban por salir de mis ojos, inspeccioné un montón de papeles, pero como no encontré lo que buscaba, los aparté.



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