Alfred Hitchcock y los tres investigadores — Misterio en el castillo del terror. by Robert Arthur

Alfred Hitchcock y los tres investigadores — Misterio en el castillo del terror. by Robert Arthur

autor:Robert Arthur
La lengua: es
Format: mobi
publicado: 2009-12-20T00:00:00+00:00


Capítulo 11. El aviso de la bruja

—¡Vaya lío!

Hacía dos días que Júpiter se produjera el daño. Titus lo trasladó a toda prisa al hospital, donde lo tuvieron todo un día en observación. Después de complicadas curas, le permitieron volver a casa. El doctor Álvarez dijo que muy pronto volvería a saltar y correr.

Pero mientras tanto, Júpiter estaría en cama, envuelto su tobillo en medio kilómetro de vendaje.

Tal vez el señor Hitchcock buscaría otra casa encantada para su película.

Los Tres Investigadores se consideraron en quiebra antes de iniciar su negocio.

Pete y Bob, sentados juntos a la cama de Júpiter, no disimulaban su baja moral.

—¿Duele? —preguntó Pete.

Júpiter se movió y tuvo que apretar los dientes.

—No más de lo que merezco por descuidado. Ahora si-gamos nuestra conferencia. El primer asunto a tratar es la llamada telefónica recibida inmediatamente después de nuestra primera visita al Castillo del Terror. Worthington cree que fuimos seguidos aquella noche. Es muy probable que fuera Skinny.

—Pudo muy bien serlo —comentó Bob—. Sabía que estábamos interesados en el lugar.

—Pero Skinny no hubiera podido telefonearnos haciendo que su voz sonase tan baja y de ultratumba —opuso Pete—. En todo caso la hubiéramos confundido con un relincho de caballo.

—De acuerdo —aceptó Júpiter—, pues no tengo otro sospechoso disponible—. Alzó su pie herido, y el dolor puso una mueca en su boca. Continuó—: A menos que me lo demostréis, nunca creeré en que los fantasmas saben usar el teléfono.

—Conforme —dijo Bob—. ¿Qué sigue ahora? ¿La persona misteriosa que hizo rodar las piedras sobre nosotros?

—¡Eso! —exclamó lúgubremente Pete—. ¿Qué hay de él? ¡Me gustaría ponerle las manos encima!

—De momento, lo dejo a un lado —respondió Júpiter—. Ahora estamos seguros de que no se llama Skinny Norris. Puede no tener ninguna relación con el caso. Quizá de algún muchacho u hombre que anduviera por el cañón, y despeñase las piedras sin vernos.

—¿Sí? En tal caso digamos que tuvo excelente puntería sin proponérselo —comentó Pete.

—Dejemos ese enigma hasta que surjan nuevos hechos. Ahora quiero hablar de las mentiras que el señor Rex nos contó —propuso Júpiter—. ¿Por qué dijo que cortaba maleza seca cuando era tan evidente, su falsedad? ¿Y por qué tenía preparada una jarra de limonada fresca: no esperaba que lo visitáramos en aquel momento?

Ambas preguntas resultaban incontestables. Pete se rascó la cabeza.

—¡Maldición de sapo! —exclamó—. Cuanto más avanzamos, más misterios encontramos.

Tía Mathilda entró en la habitación.

—Quise decírtelo antes —anunció—. Ayer por ¡a mañana sucedió una cosa extraña, poco antes de que regresaras del hospital. Lo olvidé con la excitación,

—¿Una cosa extraña? —preguntó Júpiter.

Los Tres Investigadores agudizaron sus oídos.

—Sí, una vieja gitana llamó a la puerta. No sé si debo contaros lo que dijo.

¡Una vieja gitana! Los chicos respiraron anhelantes.

—Me gustaría mucho saberlo, tía Mathilda.

—Bueno, en realidad se trata de una bobada. La gitana llamó a la puerta y al abrirle me dijo que se había enterado de tu accidente y que tenía una advertencia que hacerte.

¡Una advertencia de una gitana! Los muchachos se miraron entre sí.

—Bueno, según la vieja —siguió tía Mathilda—, había estado echando las cartas, y tres veces seguidas dieron un mensaje para ti.



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