Tablero de damas by Rosario Castellanos

autor:Rosario Castellanos [Castellanos, Rosario]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: LITERARY COLLECTIONS / Women Authors, LCO019000, Fiction and related items, Fiction: special features, Short stories, Poesía Mexicana, Literatura Mexicana - Siglo XX
editor: Fondo de Cultura Económica
publicado: 2017-11-17T00:00:00+00:00

GABRIEL.— Matilde, no sé qué sucede. No han querido pagarme este cheque.

V ICTORIA.— (Poniéndose de pie.) ¿Cuál cheque?

MATILDE.— Acababa de firmar uno para Gabriel. ¿Y por qué lo rechazan?

GABRIEL.— Dicen que no tiene usted dinero.

MATILDE.— ¿Que no tengo dinero? Es ridículo.

VICTORIA.— (Acercándose a Matilde y acariciándola para calmarla.) Vamos, no te excites, debe ser una equivocación. Yo lo aclararé todo mañana. (A Gabriel, colérica.) ¿Y tú no sabes que has cometido una imprudencia? Matilde está muy delicada, cualquier clase de emoción le hace daño y tú vienes y le das una noticia así, de repente...

GABRIEL.— (Confuso.) Perdón, no pensé...

MATILDE.— Hay que aclarar esto.

VICTORIA.— Sí, sí, lo aclararé ahora mismo. Pero lo importante es que tú no te molestes. Creo que sería mejor que descansaras. ¿Te sientes mal?

MATILDE.— No.

VICTORIA.— De todos modos es mejor que te acuestes. Ven. (La levanta y la lleva hacia la izquierda.) Que pasen buenas noches. (Salen ambas.)

EUNICE.— ¡Buenas noches nos esperan! (A Gabriel.) ¿Qué tienes que decirme?

GABRIEL.— Nada. Tú misma lo has visto. Había conseguido el dinero, pero no quisieron pagármelo.

EUNICE.— Eso significa que no saldremos esta noche.

GABRIEL.— Podríamos salir a dar una vuelta por la playa.

EUNICE.— ¡No me digas! ¿No se te ocurre ningún otro placer menos inocente?

ESPERANZA.— Eunice, por Dios, si se te ocurren a ti, ¿para qué necesitas que se le ocurran a nadie más?

EUNICE.— Tú, cállate. (A Gabriel.) ¿No hay otro medio de conseguir dinero?

GABRIEL.— No, ningún otro.

EUNICE.— Claro. Un hijito... de su mamá no va a ser capaz de asaltar un banco para complacerme. (Paseándose, furiosa.) Pero nadie más que yo tiene la culpa.

TERESA.— Ya lo dice el refrán: el que con niños se acuesta...

EUNICE.— ¡Quedarnos aquí encerradas, habiendo tantos lugares para divertirse!

TERESA.— No pluralices. No nos quedaremos. Te quedarás.

EUNICE.— ¿Qué estás planeando, Teresa?

TERESA.— Tengo unos amigos aquí, mejor dicho, amigos de mi marido. Tú sabes que yo no cultivo más amistades que las que él escoge.

ESPERANZA.— ¿Así que tu marido les da el visto bueno?

TERESA.— Los encontré hoy por la tarde, en la playa, y me invitaron a salir con ellos. Son chicos muy bien, muy inteligentes, pintores.

EUNICE.— ¿Quiénes?

TERESA.— Héctor Moreno, Ramiro Cruz, Pedro Zambrano.

EUNICE.— ¿Y a eso le llamas tú pintores?

TERESA.— Me han hecho retratos estupendos.

EUNICE.— Ahí tienes la mejor prueba de que son pintores de medio pelo. Los grandes me hacen retratos a mí.

ESPERANZA.— Desgraciadamente los grandes no están en Acapulco para invitarte a salir hoy en la noche.

EUNICE.— (Con expresión de absoluto desamparo.) Y ahora ¿qué hago yo?

ESPERANZA.— No es tan grave, Eunice. Es sólo una noche.

EUNICE.— (Patética.) ¿Pero es que no comprenden lo que significa para mí? Hace muchos años que no puedo dormir. Las noches son inacabables. Al principio me quedaba en casa y sentía el techo, todo el tiempo, suspendido sobre mi cabeza, a punto de derrumbarse. No puedo soportar eso. Me enloquece.

PATRICIA.— Debió consultar a un médico.

EUNICE.— Lo hice, lo sigo haciendo. Pero los médicos no pueden ayudarme. Necesitaría volver a nacer... y tener otra historia.

AURORA.— (Se acerca a ella y la abraza.) ¡Pobre Eunice!

EUNICE.

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