Ponte en Mi Piel by Emma Lira

Ponte en Mi Piel by Emma Lira

autor:Emma Lira [Lira, Emma]
La lengua: spa
Format: epub
publicado: 2019-02-06T05:00:00+00:00


Fui yo el primero que le vio caer. Quizá porque, como la reina Catalina, llevaba todo el combate esperando ese momento. Supe que iba a pasar desde que vi los leones, uno en el escudo del rey, otro en el de Gabriel de Montgomery, un capitán de veintitantos años de su guardia escocesa. El león joven y el león viejo que aparecían en la centuria de Nostradamus. Creo que era el tercer lance entre ellos. Montgomery no quería seguir combatiendo, pero había estado a punto de derribarle y el rey insistió en romper una lanza más.

Solo una lanza más.

Todo pareció ocurrir muy despacio. Ni siquiera desmontaron. Ni siquiera cambiaron las armas. Se arrancaron al galope, uno contra el otro. El rey se cerró el casco dorado, sin ajustarlo. El escocés le enfrentó con su lanza, que se había astillado en la justa anterior. Y ahí lo vi, quizá un segundo antes, tal y como lo había soñado Nostradamus. Juraría que también Catalina se había lanzado en su silla en ese segundo. Lo vi todo. La lanza resbalando sobre el casco y entrando por la rendija del mismo —la jaula dorada— en un grito compartido de horror. Enrique se tambaleó en el caballo. Yo corrí a atajarlo de las riendas y a impedir que su cuerpo se estrellara en el suelo. Llegué el primero porque había empezado a correr antes, porque sabía lo que iba a pasar. Arrodillado en el suelo, coloqué su rostro sobre mi rodilla. Terminé de alzarle la celada. La lanza había atravesado su ojo y la sangre manaba por su cara y su cuello. Estaba dolorosamente vivo…

—Pedro… —Me conmovió que me reconociera—. ¿Y el capitán? ¡Llamad al capitán…!

Montgomery ya daba la vuelta a caballo para llegar hasta nosotros. Observé el grupo de caballeros que corrían hacia mí: Montmorency, Coligny, Gonzaga…, incluso el homenajeado Filiberto de Saboya. Todo parecía transcurrir muy lentamente. Recé a todos los dioses porque esa lentitud, que solo estaba en mi mente, salvase la vida del rey. Traté de abrir la celada. Pedí agua y presioné mi gorro contra la herida, aunque suponía que la mayor parte de la hemorragia sería interior. Tenía las manos tan ensangrentadas que también resbalaban en el casco.

—¡Llamad al cirujano! —grité—. ¡Llamad a Paré!

En el palco, la reina y madame de Poitiers se encontraban en pie, juraría que tomadas de la mano. La reina tenía un puño sobre su boca silenciando un grito de terror. Madame de Gondi se hacía cargo de los príncipes, bajándoles ya del palco e indicándoles que no miraran atrás. Pude ver a Diana, junto a las princesas, a María Estuardo y a sus damas abanicando al delfín, que se había desmayado. Las princesas lloraban. Diana no. Sus ojos aterrados me pedían que salvase a su padre, sin saber que nadie podía ya hacer nada por él. El rey apretó mis manos, como si pretendiera aferrarse a la vida. Yo se las estreché con fuerza y sonreí, tragándome las lágrimas y mintiéndole sin ningún pudor.

—Ánimo, majestad.



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