Los cinco libros de Nancy by Ramón J. Sender

Los cinco libros de Nancy by Ramón J. Sender

autor:Ramón J. Sender [Sender, Ramón J.]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Humor, Sátira
editor: ePubLibre
publicado: 1984-09-14T00:00:00+00:00


Tercera parte

Nancy y el Bato loco

I. Pastel de Nupcias

Desde el día que recibió Nancy su grado de doctora, no volvieron a verla por el bar 1-2-3. Nadie ponía en la gramola el vals de Marlene Dietrich. El profesor finlandés, en lugar de sus tres vasos de whisky, bebía cuatro o cinco. Ya se sabe lo del refrán: dos vasos son bastante. Tres vasos no son bastante. Y el profesor bebía a veces seis.

Tampoco venía Laury, lo que me confirmó en mis sospechas, y al decírselo a Blacksen comprendí que esas sospechas le producían algún malestar.

—Nosotros no podemos rivalizar con un hombre de treinta años —⁠le dije.

—Y millonario. Sobre todo, millonario.

Me extrañó ese rasgo de inocencia en Blacksen, quien prefería pensar que Nancy amaba el dinero de Laury más que a Laury mismo.

Bueno, el que no se consuela es porque no quiere.

Yo recordaba que el día de su graduación Nancy vino al bar después de elegir en el campus una toga y un birrete a su medida, y con ella vino también Laury. Blacksen los miraba con melancolía (comenzaba a sospechar) y yo miraba a Blacksen con humor.

Con un humor disimulado, claro.

Así y todo, Laury fue a poner el vals. Yo, queriendo ayudar a Blacksen, traté de poner a Nancy en evidencia y le dije algunas vaguedades para propiciar —⁠como diría ella⁠— duendes adictos al viejo profesor:

—Esto de los doctorados, las togas y los birretes me parece una comedia un poco boba.

Esperaba que Laury defendería a Nancy, pero el chico estaba de mi parte:

—Todos los mitos prestigiadores son pura estupidez —⁠confirmó él.

Blacksen, que tenía una mentalidad un poco más a la antigua, trató de protestar:

—Usted es doctor —me dijo a mí—. Usted se está acusando a sí mismo.

—No, yo no soy doctor. Nunca terminé la carrera de Filosofía y Letras en mi país —⁠dije con cómica arrogancia.

Se quedó Blacksen asombrado.

—Entonces… ¿cómo permite que lo llamen doctor? Eso no es honesto.

Ah, Blacksen desviaba hacia mí sus rencores contra Laury. Yo le dije que tenía dos o tres doctorados honoris causa. Entonces podían llamarme doctor sin agraviar a la verdad. Y ningún duende entablador debió intervenir, porque Laury me dijo con cierta clase de entusiasmo abrupto:

—¡Ésos son los únicos doctorados aceptables!

—¿Y a quiénes se los darían? —⁠preguntó Nancy un poco desorientada.

—A cualquiera que pudiera convencernos de que merecía nuestra atención intelectual, bien fuera conductor de autobús, vagabundo, artista, filósofo natural, santo… Sobre todo, santo.

Yo pregunté, asombrado:

—¿Usted tiene ideas religiosas, también?

—No necesariamente, pero respeto la filosofía moral de esa Iglesia que llaman unitaria.

—¿…?

—Es una Iglesia que dice: ¿Crees en Dios? Entonces Dios existe. ¿No crees en Dios? Entonces Dios no existe. Esa actitud me parece inteligente.

Yo quería llevarle la contraria aunque fuera de soslayo:

—Esa manera de pensar es mucho más antigua que la Iglesia unitaria. Confucio pensaba así en China seiscientos años antes de Cristo.

Esto pareció interesarle mucho a Laury, quien un poco sorprendido dijo:

—Yo creí que esa Iglesia unitaria venía de Michaelis Servetus.

Ah, mis duendes trabajaban. Servet era un aragonés pariente de mis



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