La sala de profesores by Markus Orths

La sala de profesores by Markus Orths

autor:Markus Orths [Orths, Markus]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Realista
editor: ePubLibre
publicado: 2003-01-01T00:00:00+00:00


11

Cuando salí del despacho del director, una de las secretarias me puso en la mano una ficha plastificada y dijo con tono de consuelo: su carné. Incliné la cabeza, pero todo a mi alrededor lo percibía extrañamente borroso. No sabía si poner al corriente a alguien de mi situación y, en tal caso, a quién, y resolví contenerme por el momento y ocuparme de Pascal. Sin embargo, en el pasillo que conducía a la sala de profesores reparé en lo mucho que me había revuelto el estómago la conversación con Höllinger, y me metí en el servicio. Allí estaba solo. Me bajé los pantalones y me senté. Con el objeto de apartar mi pensamiento de lo que acababa de ocurrir, me puse a pensar en una de las teorías que Renner había referido la pasada noche en el Ratskeller. Partiendo del pensamiento jerarquizado de nuestro mundo occidental en contraposición al nivel de conciencia balinés, había terminado mencionando una diferencia fundamental entre el hombre y la mujer. En el baño, dijo Renner, las mujeres sólo se bajaban los pantalones hasta un poco más arriba de la rodilla, mientras que los hombres los dejaban caer hasta los tobillos. Allí sentado pude corroborar su teoría en mi persona, y acababa de llegar al punto de relajación del intestino que permitiría la subsiguiente abertura del esfínter cuando la puerta se abrió y alguien entró en el servicio. Todo en mí se cerró. Agucé el oído, pero no oí ni un chorro de orina en uno de los dos urinarios ni un abrir y cerrar de la puerta contigua del segundo cubículo. Quien acababa de entrar permanecía inmóvil en medio del servicio sin hacer nada. ¿Estaría espiándome? Me paré a pensar si lo que estaba a punto de hacer contravenía la disposición administrativa, pero no fui capaz de encontrar nada indecente en mi comportamiento. Finalmente se abrió la puerta del cubículo contiguo y alguien cerró resoplando, se bajó el pantalón hasta los tobillos, como pude oír, y se sentó en el retrete. Era Bassel, pensé, que resollaba pesadamente y profería unos extraños gemidos. Por mi parte, ya no fui capaz de concentrarme en lo mío, de manera que renuncié por de pronto a mi empresa, me levanté sin hacer ruido y me subí los pantalones. De repente oí un tintineo. Su llave, pensé, la llave de Bassel. Me arrodillé y miré por abajo: la llave estaba en el suelo. Con todo, no acababa de fiarme: ¿nada más hablar con Höllinger se presentaba una ocasión así? Algo olía mal. Imaginé a Bassel sentado en el retrete de al lado con la hachuela en alto, esperando únicamente a que yo introdujese la mano por abajo para coger la llave que él había puesto de cebo. No, hice como si ya hubiese terminado de hacer lo que me había llevado hasta allí, tiré de la cadena, abrí y fui directo a la puerta, pero al salir del servicio oí la voz de Bassel al otro lado del cubículo: mira que ni lavarse las manos, Kranich.



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