La montaña viva by Nan Shepherd

La montaña viva by Nan Shepherd

autor:Nan Shepherd [Shepherd, Nan]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Divulgación, Ciencias naturales, Biología
editor: ePubLibre
publicado: 2008-01-01T00:00:00+00:00


6

AIRE Y LUZ

En el aire enrarecido de la meseta y, en realidad, en cualquier sitio de la montaña, pues el aire es transparente en todas partes, las sombras son nítidas e intensas. Se puede contemplar la sombra de un avión deslizarse a lo largo de la meseta como si fuera un objeto sólido y luego serpentear, deformada, sobre el borde. O arrancar una humilde brizna de hierba, de color marrón rosáceo, colocar tras ella una hoja de papel blanco y ver cómo su sombra destaca igual que un grabado, negra y bien perfilada, un milagro del detalle exacto. Incluso los delicados flecos que hay dentro del pequeño cáliz de la genciana campestre arrojan su sombra sobre los pétalos y los embellecen aún más.

El aire forma parte de la montaña, que no termina con su roca y su suelo. Tiene su propio aire, y a la calidad de éste es a lo que debe la diversidad infinita de sus colores. Las montañas, marrones la mayoría, se vuelven azules en cuanto las vemos vestidas de aire. Allí están todos los matices del azul, desde el blanco lechoso opalescente hasta el añil. Son de un azul más opulento cuando hay lluvia en el aire. En esos momentos, las hondonadas son violeta. En los pliegues acechan matices ardientes de genciana y delfinio.

Estos azules voluptuosos tienen más efecto emocional del que produce un aire seco. El azul china no conmueve. Pero la gama de violetas puede perturbar la mente igual que la música. La humedad del aire también es la causa de esos cambios en el tamaño, lejanía y altura aparentes en el cielo de unos montes que conocemos bien. Esto forma parte del terror que implica caminar entre neblina en la meseta, porque, de pronto, al otro lado de una grieta, ves un terreno sólido que parece estar a tres pasos pero que, en realidad, se encuentra más allá de una sima de seiscientos metros. Una vez, me encontraba en una montaña, mirando hacia la de enfrente, que me había plantado su ladera en la cara. Me quedé contemplándola hasta que, al bajar los ojos, vi con asombro, entre la montaña y yo, un lago que sabía sin lugar a dudas que estaba allí. Pero no podía ser. No había espacio. Alcé de nuevo la mirada, hacia aquella cumbre sobresaliente: estaba tan cerca que podría haberla tocado. Y, cuando bajé la vista, el lago seguía allí. Y, una vez, en los Monadhliaths, en un agradable día de primavera en el que las distancias se confundían y los valles, las montañas y el cielo eran de un color gris azulado apenas luminoso, sin detalles, me percaté súbitamente de un dibujo de líneas blancas bien definidas en el cielo, muy por encima de mí. El dibujo se concretó con más claridad; me resultaba conocido. Me di cuenta de que era el dibujo del borde de la meseta y los circos de los Cairngorms, donde aún quedaba nieve sin derretir. Allí estaba suspendido aquel esqueleto de nieve, sujeto a nada, mucho más alto de lo que cabría esperar.



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