La jaula de los onas by Carlos Gamerro
autor:Carlos Gamerro [Gamerro, Carlos]
La lengua: spa
Format: epub
ISBN: 9789877387797
editor: Penguin Random House Grupo Editorial Argentina
publicado: 2021-03-25T00:00:00+00:00
* * *
Nadie los paró a la entrada. Saliendo de la estación terminal caminaron con sus alargadas sombras por delante, resguardando los ojos del reflejo del sol en las brillantes paredes blancas y las cúpulas sobredoradas, la frondosa y fantasmal estatuaria, las incontables columnas de los peristilos simétricos. Merodearon por las inmediaciones del Edificio Administrativo, buscando la manera de entrar, pero se cruzaron con un guardia receloso y prefirieron seguir, bordeando la extensa dársena en cuya agua quieta se entrechocaban las góndolas venecianas con sonido hueco y se reflejaba la monumental estatua de catorce metros de la diosa de la libertad, cuya pátina dorada enriquecÃa de matices cobrizos el poniente.
âParece la Roma imperial esperando a los bárbaros âsusurró Karl.
âQue ya llegaron âmurmuró Vera a su vez.
Entraron sin dificultad en el edificio del casino, no habÃa guardias en los alrededores y las puertas habÃan sido forzadas por los mendigos que se habÃan adueñado de la Ciudad Blanca tras el cierre de la Feria. Después de recorrer los dos pisos para asegurarse de que no hubiera ninguno dormido hicieron una gran pila de virutas, maderas de embalar y otras basuras contra una de las esquinas. Hasta el momento en que Vera le alargó los fósforos Karl habÃa dudado de lo que iban a hacer; sabÃa que toda âdestrucción de la propiedadâ serÃa magnificada por la prensa y aprovechada por el gobierno para desacreditarlos y justificar la represión; pero en ese momento recordó a los kwakiutl ejecutando sus danzas sagradas frente a un público indiferente o burlón, a Kalapakte y los esquimales sudando en las pieles que los obligaban a usar aun en los dÃas más sofocantes mientras construÃan sus iglúes de yeso, recordó cómo temblaba el labio superior de Keshu mientras el señor Putnam le explicaba que el esqueleto de su padre habÃa sido adquirido legalmente y no tenÃa nada que reclamarles, y le pasó los fósforos a Kalapakte.
Desde el lago soplaba una brisa agradable; buscaron un banco con buena vista y se sentaron a fumar, pasándose el cigarro. En un principio el edificio se iluminó por dentro apenas tenuemente, como un farolito chino o una calabaza de Halloween; poco a poco los dispersos penachos de humo blanco que se filtraban a través del techo y las ventanas rotas se fueron oscureciendo y espesando hasta trenzarse en una gruesa enredadera de raÃces de fuego, tronco negro y turbulento follaje gris. Uno a uno estallaron los vidrios de las ventanas, y en poco tiempo el viento que aspiraban convirtió al edificio del casino en una rugiente fragua. En cuestión de minutos las columnas del peristilo ardÃan como velas; fue entonces que por encima del rugido de las llamas escucharon los gritos y los silbatos y un guardia les pasó corriendo al lado, gritando que lo ayudaran a dar la voz porque ninguna de las alarmas funcionaba. Por no despertar sospechas se levantaron y caminaron hasta la punta del muelle, donde obtuvieron una vista panorámica del avance de las llamas que ya habÃan envuelto a Colón y su cuadriga y alcanzaban la sala de conciertos.
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