La guerra del lobo by Bernard Cornwell

La guerra del lobo by Bernard Cornwell

autor:Bernard Cornwell [Cornwell, Bernard]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Histórico
editor: ePubLibre
publicado: 2018-10-04T00:00:00+00:00


* * *

Dos son las formas que hay de colgar a un hombre, una más rápida, y otra más lenta; la primera dispensa al reo una muerte compasiva; la segunda solo concluye tras un macabro y agónico baile.

A la mañana siguiente de nuestra llegada, Osferth presidió un juicio público en la casa señorial de Mameceaster, un sobrio y oscuro caserón de roble con una techumbre de cañizo que se alzaba sobre un pavimento enlosado en su día por los romanos. No fueron muchos los prisioneros que, casi todos acusados de robo, acabaron por ser condenados a recibir una tanda de azotes en la plaza. Por más que dudoso fuera el alivio que pudiera proporcionarles mientras el látigo les iba dejando la espalda en carne viva, el padre Oda les prometía sin cesar que no dejaría de rezar por todos ellos.

Los últimos fueron los ladrones de ganado, seis en total, entre los que se contaba Hergild, que resultó ser un hombre fornido y coloradote de mediana edad. Se los acusaba de robo y de violación; a la pregunta de si negaban los cargos, no hubo más respuesta que el escupitajo que uno de ellos lanzó al suelo. El padre Oda hacía las veces de traductor y, cuando Osferth declaró culpables a los seis, el cura se apresuró a ofrecerles la posibilidad de recibir el bautismo, una salida que no acababan de ver con claridad.

—Quedaréis limpios de toda culpa —les decía el cura danés— antes de comparecer a juicio ante Dios todopoderoso.

—¿Os referís a Thor? —se interesó Hergild.

Otro de ellos mostró su interés por saber si, tras someterse al juicio del dios cristiano, tendrían la posibilidad de seguir con vida.

—Por supuesto que no —les aclaró el cura—; antes habréis de morir.

—¿Y aun así pretendéis adecentarnos?

—Basta con que os sumerjáis en el río.

Por mi parte, había insistido en que Wynflæd, la ardilla, asistiese a la vista; quiero decir a los dos o tres minutos que duró. Al ver cómo temblaba, me acuclillé a su lado.

—¿Todos esos hombres os violaron?

—Todos menos ese, mi señor. —Señaló con un dedo tembloroso al más joven de los seis: un muchacho de cabellos del color de la paja, de unos dieciséis o diecisiete años, que, al igual que Wynflæd, parecía a punto de echarse a llorar.

—¿Ese no llegó a tocaros?

—Fue amable conmigo, mi señor.

—¿Trató de evitar que os violasen?

Negó con la cabeza.

—Pero me proporcionó ropa de abrigo cuando todo hubo acabado, me dijo que lo sentía y me ofreció algo de beber.

Osferth estaba nervioso.

—¿Han manifestado intención alguna de convertirse? —preguntaba entonces al cura.

—No, mi señor —repuso Oda, con gesto grave.

—En ese caso, lleváoslos de aquí y que los cuelguen.

—¡Mi señor! —Me puse en pie. Por más que fuera hijo de un rey, se me hacía raro dirigirme a Osferth de esa manera, pero, como comandante al mando de la fortaleza, tal era el título que le correspondía—. Quisiera pediros un favor.

Osferth también se levantó, aunque, tras pensárselo mejor, no retiró la mano del brazo del sillón que, hasta ese momento, había ocupado.



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