Invisible by Laida Martínez Navarro

Invisible by Laida Martínez Navarro

autor:Laida Martínez Navarro
La lengua: spa
Format: epub
editor: Edebé (Ediciones Don Bosco)
publicado: 2018-01-23T08:33:01+00:00


17. La historia de Alaitz

Cuando Isma y Germán se marchan, me quedo sola en casa. Doña Luci, la cocinera, también se ha ido ya. Luisa debe de estar trabajando fuera y mi padre no ha regresado todavía. Después de despedir a mis amigos, vuelvo despacio a mi cuarto, atravesando el salón silencioso; subo las alfombradas escaleras y entro en mi dormitorio. Es grande y tengo mucho sitio. Supongo que es cuestión de suerte, unos viven en casas bonitas y espaciosas, y otros no tienen dónde caerse muertos. El año pasado eso me dio qué pensar. Mi padre era rico y no pasábamos necesidades. No, al menos, como las que pasan en casa de Isma, que se ve que andan fatal de dinero. La madre ha tenido que irse a trabajar fuera y solo puede regresar un fin de semana al mes. Intento imaginar cómo sería ver a mi padre tan solo un fin de semana de cada cuatro y me parece horrible. Últimamente me llevo fatal con él, pero tengo claro que, si no lo viera, lo echaría muchísimo de menos.

Empiezo a recoger las prendas desperdigadas por el suelo, la cama, el tocador… También en esto tengo suerte: en mi armario hay ropa a toneladas.

—La pena es que estoy tan gorda que no me cabe —murmuro, sintiéndome muy desdichada.

Me planto frente al espejo. Estoy verdaderamente grande. Enorme. Ya nadie puede referirse a mí como a una chica gordita. Ahora estoy obesa.

—¡Qué mal!

Hace tres meses mi talla era «rellenita». Lo sé porque eso murmuraban las dependientas de las tiendas al verme.

—Ahora estoy «monstruosa» —le digo a mi reflejo, haciendo una mueca.

«Pero hay un aspecto positivo, ¿no?», reflexiono, esperanzada. «Si decido perder peso, tres meses será el tiempo que necesite para recuperarme un poco y que otra vez me entre la mayoría de la ropa del armario». Voilà.

—Tres meses, más o menos —murmuro en la penumbra de la habitación.

Recojo con cuidado la falda negra de piel. Me la compré hará un mes y medio, cuando mi cintura se ensanchó de nuevo y amenazó con desbordar la ropa que había estado usando hasta entonces. Y diga lo que diga, haga lo que haga delante de Isma y Germán, no tiene gracia que ahora no pueda llevarla sin correr el peligro de quedarme en bragas delante de la clase.

—No. No tiene ninguna gracia.

Después pienso en cómo mi estado de ánimo ha cambiado también de talla. Cuando papá se casó, pasé de ser una persona divertida a estar asustada y amar­gada.

—¡Todo por culpa de Luisa! —exclamo.

Sin embargo, ni siquiera yo puedo estar tan ciega, ni ser tan hipócrita. «Demasiado engaño para una chica tan grande», suspiro. «Luisa no tiene la culpa». De hecho, cuando mi padre la conoció, ni me inmuté. No era la primera novia que tenía. Cuando me había presentado a alguna, yo enseguida me libraba de ellas.

—Rosa me ha pegado…

Esa fue la primera mentira que conté a papá acerca de una de sus novias. Ya le estaba durando demasiado y comenzaba a ponerme nerviosa.



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