Forastera by Diana Gabaldon

Forastera by Diana Gabaldon

autor:Diana Gabaldon [Gabaldon, Diana]
La lengua: spa
Format: epub, mobi
Tags: Novela, Histórico, Romántico
editor: ePubLibre
publicado: 1991-06-01T04:00:00+00:00


CUARTA PARTE

Una vaharada de azufre

24

Un mal augurio

El alboroto ocasionado por nuestra súbita llegada y el anuncio de nuestro matrimonio fue eclipsado de inmediato por un acontecimiento de mayor importancia.

Al día siguiente, estábamos cenando en el comedor, aceptando los brindis y buenos deseos ofrecidos en nuestro honor.

—Buidheachas, mo caraid —Jamie hizo una reverencia al último en pedir un brindis y se sentó en medio de un aplauso esporádico creciente. El banco de madera vibró bajo su peso y cerró los ojos un instante.

—Demasiado para ti, ¿verdad? —le susurré. Había acompañado todos los brindis vaciando su copa en todos. Yo, en cambio, me había limitado a unos pocos tragos simbólicos mientras sonreía ante las incomprensibles frases en gaélico.

Jamie abrió los ojos y me miró con una sonrisa.

—¿Te refieres a si estoy borracho? No, podría seguir bebiendo toda la noche.

—Es lo que has estado haciendo —repliqué y eché un vistazo a la colección de botellas de vino y jarras de cerveza vacías alineadas en la mesa frente a nosotros—. Se está haciendo tarde.

Las velas de la mesa de Colum ardían ya casi consumidas y la cera goteaba con un resplandor dorado. La luz mortecina dibujaba sombras extrañas sobre la piel brillante de los hermanos MacKenzie en tanto murmuraban inclinados con las cabezas juntas. Podrían formar parte de las cabezas gnómicas talladas en los bordes de la gigantesca chimenea, pensé. Me pregunté cuántas de aquellas figuras caricaturescas habrían sido de hecho copiadas de las facciones altivas de ex jefes del clan MacKenzie, quizá por un tallador con sentido del humor o una estrecha relación familiar.

Jamie se desperezó un poco con una mueca de incomodidad.

—Mi vejiga va a explotar en cualquier momento. Enseguida vuelvo. —Apoyó las manos en el banco, se levantó y desapareció por la arcada inferior.

Miré hacia el otro lado, donde bebía cerveza Geillis Duncan. Arthur, su esposo, ocupaba un sitio en la mesa contigua con Colum, como correspondía al procurador fiscal del distrito. Geilie había insistido en sentarse junto a mí, alegando que no deseaba aburrirse con conversaciones masculinas durante toda la cena.

Los ojos hundidos de Arthur estaban semicerrados por el vino y la fatiga y con bolsas azuladas debajo. Reclinado sobre los antebrazos con expresión vacía, ni siquiera oía la conversación de los MacKenzie. La misma luz que acentuaba las facciones marcadas de Colum y su hermano hacía parecer a Arthur Duncan gordo y enfermo.

—Tu esposo tiene mal aspecto —comenté—. ¿Está peor del estómago? —Los síntomas eran algo desconcertantes. No de úlcera, pensé, ni de cáncer… no con toda esa carne todavía en los huesos; tal vez de una gastritis crónica, como afirmaba Geilie.

Lanzó una brevísima mirada a su esposo antes de volverse hacia mí y encogerse de hombros.

—Ah, está bastante bien —respondió—. Al menos, no está peor. ¿Y qué me dices de tu esposo?

—¿Eh, qué pasa con él? —pregunté con cautela.

Me dio un codazo bastante fuerte en las costillas y advertí que también había una buena cantidad de botellas vacías junto a ella.

—Bueno, ¿qué opinas? ¿Es tan atractivo sin ropa



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