El Mandarín(官僚的财产) by José Maria Eça de Queirós

El Mandarín(官僚的财产) by José Maria Eça de Queirós

autor:José Maria Eça de Queirós [Queirós, José Maria Eça de]
La lengua: spa
Format: epub
editor: China Intercontinental Press
publicado: 2015-09-08T00:00:00+00:00


V

Fué necesario todo un largo verano para descubrir la provincia donde residía el difunto Ti-Chin-Fú.

¡Qué episodio administrativo tan pintoresco, tan chino! El servicial Camilloff, que se pasaba el día entero recorriendo los Yamens del Estado, tuvo que probar, primero, que el deseo de conocer la morada del viejo Mandarín no encubría ninguna conspiración contra la seguridad del Imperio, y después fué preciso que jurase que no encerraba esta curiosidad un atentado contra los Ritos sagrados. Entonces, satisfecho, el príncipe Tong permitió que se hiciese la requisitoria imperial: centenares de escribientes palidecieron noche y día, con el pincel en la mano, dibujando consultas sobre papel de arroz; misteriosas conferencias susurraron insensatamente por todos los distritos de la Ciudad Imperial desde el Tribunal Astronómico hasta el Palacio de la Bondad Preferida; y un ejército de koolíes transportaba desde la legación de Rusia hasta los Kioscos de la Ciudad Interdicta, y de aquí al Patio de los Archivos, parihuelas que crugían bajo el peso de los legajos de viejos documentos.

Cuando Camilloff preguntaba por el resultado de sus investigaciones, le contestaban satisfactoriamente que se estaban consultando los libros santos de La-o-Tsé, o que se iban a explorar viejos textos del tiempo de Nor-Xa-Chú.

Y para calmar la impaciencia bélica del ruso, el príncipe Tong remitía, con estos recados sutiles, algún substancioso presente de confites o goma de bambú en caldo de azúcar.

Mientras el general trabajaba con fervor para encontrar la familia Ti-Chin-Fú, yo iba tejiendo horas de seda y oro (así dice un poeta japonés) a los pies pequeñitos de la generala. Había un kiosco en el jardín, bajo los sicomoros, que se denominaba, al modo chino, el «Reposo discreto»; a un lado un arroyo fresco cantaba dulcemente bajo una fuentecilla rústica pintada de color de rosa. Las paredes las formaban un enrejado de bambú forrado de seda amarilla; el sol, pasando a través de ellas, proyectaba una luz sobrenatural de ópalo claro. En el centro, un diván de seda blanca, de una poesía de nube matutina, atraía como un lecho nupcial. En los rincones, en preciosos jarrones transparentes de la época de Yeng, alzábanse, con su esbeltez aristocrática, lirios escarlata del Japón. El suelo estaba todo cubierto de esteras finas de Nankín y junto a la ventana enrejada, sobre un airoso pedestal de sándalo, veíase abierto un abanico formado de varillas de cristal, que la brisa, al entrar, hacía vibrar, con modulación melancólica y tierna.

Las montañas de fines de agosto en Pekín, son muy apacibles; ya vaga en el aire una calma otoñal; a esa hora, el consejero Mariskoff y los oficiales de la legación estaban siempre en la cancillería, despachando el correo de San Petersburgo.

Yo, entonces, con el abanico en la mano, pisando sutilmente con la punta de las babuchas de satín las calles enarenadas del jardín, iba a entreabrir la puerta del «Reposo discreto»:

—¿Mimí?

Y la voz de la generala respondía, suave como un beso:

—«All right....»

¡Qué linda estaba vestida de dama china! En sus cabellos levantados albeaban flores raras, y sus cejas parecían más puras y negras avivadas con tinta de Nankín.



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