El espí­a del rey by José Calvo Poyato

El espí­a del rey by José Calvo Poyato

autor:José Calvo Poyato [Poyato, José Calvo]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela Histórica
ISBN: 9788490696606
editor: papyrefb2tdk6czd.onion
publicado: 2017-08-27T22:00:00+00:00


29

En el Buen Gusto volvía a discutirse con pasión sobre la tauromaquia. Don Diego de Torres y Villarroel pontificaba sobre la grandeza de un arte que hundía sus raíces en las culturas más antiguas del mundo mediterráneo. Respondía a las invectivas lanzadas por el marqués de Torreplana contra las corridas con toreros a pie y la pérdida del aire caballeresco que habían tenido en otro tiempo.

—El toro ha estado siempre presente en todas las grandes civilizaciones. Los asirios lo dotaron de alas dándole un aire divino. Los persas también lo tuvieron por animal sagrado y los griegos nos dejaron la leyenda del Minotauro en la isla de Creta donde también era centro de atención de festejos y celebraciones.

—¿Por qué entonces Su Santidad Pío V promulgó un breve condenando con penas de excomunión y negando la cristiana sepultura a quienes participaran en corridas?

—¡Porque Pío V estuvo mal aconsejado en esa materia! El propio Felipe II envió un memorándum a Roma, apoyado por la argumentación que dieron notables catedráticos de Salamanca en defensa de las corridas de toros, para que rectificase aquel descomunal error. Gregorio XII se mostró más comedido y Clemente VIII corrigió el error de su antecesor en la cátedra de San Pedro, levantando las trabas eclesiásticas a las corridas.

—Si la fiesta fuese un asunto de caballeros, todavía podría tener paso —terció otra vez Torreplana—. Pero ha dejado de serlo y hoy de lo que se trata es de burlar al toro con un pañizuelo para poder apuñalarlo con facilidad. ¡En eso ha degenerado la noble fiesta de correr toros! ¡En una diversión de villanos!

Torres y Villarroel se quedó mirando al marqués.

—¿Diversión de villanos dice vuesa merced?

—¡Exacto, diversión de villanos!

—¿Qué hacen en los tendidos las duquesas de Alba y Medinaceli? ¿O el duque del Infantado? Decidme, ¿cómo explicáis que el barón de Baños pida a gritos un premio para un torero rondeño llamado Francisco Romero? Fue en la festividad de San José. Había toreado magistralmente a un bicho que le sacaba dos palmos de altura cuando alzaba la testuz. Lo había matado acertándole con un espadín en el mismísimo morrillo, mientras le enseñaba un trapillo carmesí con el que lo había burlado muchas veces.

—¡Bah! —exclamó Torreplana al verse acosado.

—¡Con tan magnífico argumento doy por concluido este debate! —replicó don Diego.

Claudia estaba sentada en un sofá hablando con doña Rosa María cuando se acercó Torres y Villarroel, que había dejado el corrillo donde se debatía. Era, ciertamente, un personaje estrafalario. Vestía una sotanilla que imitaba a las lobas cerradas, atuendo propio de estudiantes y de algunos profesores en las universidades. Se tocaba con un bonetillo de cuatro picos, que le daba aire de clérigo y una delgadísima perilla ocultaba una cicatriz que partía su barba. Tenía la frente despejada y los ojos saltones. Completaban su desaliñada imagen unas orejas demasiado grandes para el tamaño de su cabeza.

—Me alegra mucho volver a veros, señorita Osorio. ¿Habéis pensado en la proposición que os hice el otro día? —Don Diego oteó con la mirada el amplio salón y añadió—: Tampoco ha venido hoy la voz de la conciencia de esta.



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