Dos hermanas para un rey by Isabel Stilwell

Dos hermanas para un rey by Isabel Stilwell

autor:Isabel Stilwell [Stilwell, Isabel]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Histórico
editor: ePubLibre
publicado: 2020-06-01T00:00:00+00:00


Alenquer, noviembre de 1496

Manuel ya estaba en el salón del despacho cuando un criado le anunció la llegada de un mensajero con noticias urgentes de Medina del Campo. Rompió el sello de Juan Manuel y se sentó para traducir el cifrado en el que estaba escrito. Su collazo le contaba la necesidad de anticiparse a una condición que la princesa iba a colocar para acceder al matrimonio. Le iba a exigir que expulsase a los conversos huidos de Castilla y que don Juan II había dejado permanecer en Portugal, y, claro, que no acogiera a ninguno más.

Cuando la princesa les comunicó a sus padres su convicción de que la muerte de su querido Alfonso se debía a un castigo divino por la acogida dada a los herejes y que había encontrado una forma de repararla, la alegría de los reyes fue inmensa. Su eminencia Francisco de Cisneros fingió que le pillaba por sorpresa, pero no dudó de que todo aquello era el resultado de las semillas que laboriosamente había plantado a lo largo de esos años en el corazón de Isabel.

Si Manuel actuaba deprisa, tal vez todo quedara en eso. Si no, Juan Manuel se temía que el arzobispo de Toledo y Tomás de Torquemada aprovecharan la oportunidad para exigir más, y no le sorprendería que quisieran incluir en las cláusulas del contrato también la expulsión de los judíos. Los propios reyes, sobre todo Fernando, estaban más que arrepentidos de haber dejado marchar a tierras lusas el saber y el dinero de estas gentes. La presencia de Abraham Zacuto en el consejo secreto de don Manuel le provocaba rabia y envidia.

Por ahora, él y don Álvaro habían conseguido que el contrato de matrimonio no incluyese ninguna exigencia de este tipo, y creía que estaban a punto de firmarlo, pero si el rey de Portugal decretase por libre y espontánea voluntad la expulsión de los herejes, seguramente todo sería más fácil y rápido.

Además, que le perdonase por bromear con un tema tan serio —y en cifrado, encima—, pero estaba harto de la comida castellana y echaba de menos a García de Resende y sus veladas poéticas.

Manuel posó la carta en la mesa, perplejo. Tendría que consultar a su confesor, al embajador Duarte Galván, a sus maestros, al Consejo, pero la petición de Isabel tenía sentido. Tal vez tuviera razón: ¿y si el accidente mortal de su sobrino, tan fulminante e inesperado, fuese una señal del desagrado de Dios por la acogida a los herejes? ¿Y si la muerte tan precoz de Juan fuese también un castigo por haber hecho oídos sordos a los que le decían que era un crimen contra la religión acoger a los judíos expulsados, y encima a cambio de dinero?

La verdad era que ahora estaba él en el lugar de Juan, en un trono que debería haber pertenecido a Alfonso, investido de un poder que le permitía convertir sus reinos en verdaderamente cristianos, ¿a qué esperaba?

Se entusiasmó. De hecho, ¿cómo podía liderar una cruzada contra los moros,



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