De amor y de guerra by Pilar Eyre

De amor y de guerra by Pilar Eyre

autor:Pilar Eyre [Eyre, Pilar]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Histórico
editor: ePubLibre
publicado: 2023-09-01T00:00:00+00:00


17

Román

Cuando al fin comenzaron las obras en el castillo de Larade para convertirlo en orfelinato, la existencia apacible de Román se acabó para siempre, y también sus largas conversaciones con la cuáquera Elisabeth. Ah, esas noches ociosas que solo terminaban cuando la recelosa claridad de la madrugada invadía la habitación y los obligaba a apagar la vela de un soplo, en las que Elisabeth le contaba el ingenuo pensamiento que le habían inculcado sus padres y que regía su vida:

—Llegará un momento en que aceptaremos que la base de un mundo mejor es tratar al prójimo como a uno mismo, y entonces se acabarán las guerras. Lo dijo Jesús de Nazaret hace muchos años, pero todavía no lo hemos aprendido.

La irlandesa llegaba al anochecer en su bicicleta, a veces empapada y jadeando de cansancio, otras entusiasmada, silbando y haciendo sonar el timbre, y sacaba de su zurrón, como un mago, latas de comida, leche condensada, periódicos y, lo que más apetecía a Román: libros.

—Mira, este es de un ruso, Turguéniev, me parece que está en el Politburó.

—¡Pero si murió el siglo pasado! —reía Román intentando atraparlo—. Dámelo.

Ella lo escondía a la espalda y bromeaba de esa forma patosa de los que son serios por naturaleza:

—No, que los rusos son muy tristes, y aún te vas a hundir más.

Él le contestaba, sin mentirle:

—¿Triste? Pero ¿tú me ves triste, hermana?

Y, en realidad, debía admitir que no lo estaba. El castillo se hallaba cerca de Toulouse, pero en plena naturaleza, y el aislamiento había dejado de ser forzoso hacía meses. Al principio había pensado en salir de allí, huir a escondidas, igual que había llegado. Pero luego se paraba en seco. ¿Adónde iba a ir? No tenía un sitio al que llamar casa. Su casa era Teresa y no sabía dónde estaba. Su casa eran sus padres, y se habían muerto. Su casa era su infancia, Carlitos, las playas de la Costa Brava, la Ardilla del Ring, los besos de las chicas en la oscuridad cómplice de los parques, ¡y todo se había muerto! Así que se encogía de hombros y seguía alojado en la zona más entera del castillo, y poco a poco, sin darse cuenta, había ido fundiéndose con sus muros. Y llegó un momento en que agradeció la oportunidad que tenía de reconstruirse en soledad, porque necesitaba encontrarse a sí mismo para completar su travesía en el desierto.

La cuáquera le decía:

—Tu mejor amigo es este. —Le señalaba el corazón—. Escúchalo, nunca te va a mentir…, y siempre va a estar contigo.

Hasta que un día apareció allí el arquitecto Callebut con una cuadrilla y empezaron a pasearse con gran estrépito por el caserón. Algunos tomaban medidas, otros llevaban unos planos bajo el brazo que desplegaron en el suelo para hacer cálculos, porque ni siquiera había una mesa a mano, y ese tiempo tibio como una primavera se acabó bruscamente. En dos camiones transportaron escaleras e instrumentos de trabajo, sacos de cal, ladrillos, tejas e incluso una hormigonera. Comenzaron a montar andamios y todo adquirió el aire dinámico de los edificios en construcción.



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