Cubagua by Enrique Bernardo Núñez

Cubagua by Enrique Bernardo Núñez

autor:Enrique Bernardo Núñez [Núñez, Enrique Bernardo]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Intriga, Realista
editor: ePubLibre
publicado: 1931-03-15T00:00:00+00:00


* * *

El mar se aprieta contra las islas del contorno y acerca su boca, en donde tiembla el beso ardiente del trópico, a las cinglas del contorno, allí donde se ha deshojado la flor de los días.

El mar hace pensar en las selvas como en tierra adentro se sueña con las anchuras marinas. La selva ejerce su atracción sobre las islas, penetra con los ríos en el Caribe y allí vierte su pensamiento. La mirada de Nila cae impasible sobre las islas, en las costas llenas de signos en la noche y la noche contempla su desnudez. Nila apoya las manos en la arena, y en su escorzo, en su abandono, hay serenidad y hay también la movilidad temblorosa del agua, de la estrella. En la superficie del mar se estremece el alma de la selva verde y oscura.

Allá su nombre era repetido en voz baja, con amor supersticioso. Cuando niña, su padre, Rimarima, cacique de los tamanacos, la mostraba a las tribus, en sus largos viajes, haciéndola creer en parajes inaccesibles. Evadían los pueblos y centros mineros, temerosos siempre de las autoridades, del extranjero. No bastaba ayudarles, someterse a sus exigencias. Continuamente inventaban necesidades y auxilios onerosos. Algunos de sus bongos no regresaban nunca. Hacía siglos eran vendidos, despojados, traicionados. Rimarima, como tantos otros, fue asesinado —guerra permanente del blanco contra el indio, del indio contra el blanco—, por unos explotadores de caucho a causa de rivalidades comerciales. Nila huyó en compañía de cuatro servidores fieles después de ocultar el oro y la goma que guardaban en su campamento. Ella tenía entonces catorce años. Una tarde divisaron a la orilla del río a un enemigo que se paseaba a manera de centinela, armado de un rifle. El hombre titubeó creyéndola pronta a entregarse. Nila tendió el arco. El hombre cayó traspasado, con un tatuaje rojo en el pecho. Enseguida, ayudada de sus indios, ella misma le extrajo el corazón. Lo quemaron y guardaron las cenizas en un saquito, talismán único que preserva de la muerte, de la derrota y de las malas pasiones. Huyendo siempre río arriba, río abajo, divisaron a un fraile que leía en su breviario alumbrándose con un cocuyo. Aquel detalle le salvó la vida. Era fray Dionisio que recorría las regiones ignotas enseñando el Evangelio. Él amaba su raza. No los entristecía ni los oprimía. Fray Dionisio les deparó un asilo seguro y comenzó a revelarle secretos en que Rimarima había comenzado a iniciarla. Fue éste un signo de reconocimiento, la señal de que podía confiarse a él. Habitaron entre ruinas desconocidas, gigantescas, en medio de soledades profundas. Pasaron días sin ver el sol. Fray Dionisio comprendía sus lenguas, sus símbolos, sus conjuros. Así conoció ella el misterio de los ríos y de las islas cubiertas de palmas. Frente a frente, en sus largas expediciones, envueltos en los vahos de la noche sofocante, fray Dionisio entornaba los ojos. Murmullos inmensos, reflejos maravillosos se filtraban a través de las selvas. En torno de Nila flotaban las canciones aprendidas en los morichales de las viejas que guardaron su niñez.



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