Caperucita en Manhattan by Carmen Martín Gaite

Caperucita en Manhattan by Carmen Martín Gaite

autor:Carmen Martín Gaite [Martín Gaite, Carmen]
La lengua: spa
Format: epub, mobi
Tags: Novela, Infantil, Juvenil
editor: ePubLibre
publicado: 1990-01-01T05:00:00+00:00


OCHO

Encuentro de miss Lunatic con Sara Allen

Cuando miss Lunatic se apeó en la estación de Columbus Circle, llevaba instalado en su cochecito a un niño de tierna edad, porque dentro del vagón se había dado cuenta de que su madre, una mujer joven y muy desmejorada, cargada de paquetes, apenas podía sujetar tanto bulto. Los acompañó hasta otro vagón donde tenían que hacer trasbordo, y el niño se iba riendo muy contento con el bamboleo del cochecito, y se agarraba a los lados, intentando ponerse de pie. Luego no quería salirse de allí, y cuando miss Lunatic lo cogió en brazos para devolvérselo a su madre, se puso a lloriquear.

—Muchas gracias por todo, señora —dijo la madre—. Vamos, Ray, no llores… Parece que se quiere quedar con usted.

El niño, en efecto, se aferraba con todas sus fuerzas a un collar lleno de colgantes de diferentes formas y tamaños que le asomaba a miss Lunatic por entre múltiples bufandas desteñidas.

—No —dijo—, es que se ha encaprichado de esta campanilla. Te gusta como suena, ¿eh?… Espere.

Mientras la madre cogía al niño, que ahora lloraba desconsolado, y recuperaba alguno de sus bultos del cochecito, miss Lunatic se sacó unas tijeras pequeñas de la faltriquera y desprendió hábilmente de su collar una campanilla plateada, que destacaba por su tamaño entre los demás amuletos. Luego empezó a agitarla alegremente ante aquellas manitas infantiles que se apresuraron a agarrarla. Al llanto sucedieron como por encanto unos sonidos guturales de triunfo.

—¡Que no, por favor, no faltaba más! —protestó la madre—. ¡Dásela, Ray! Es de la señora… Gracias, señora, pero los niños no saben lo que quieren.

—En eso no estoy de acuerdo, ya ve. Yo creo, por el contrario, que son los únicos que saben lo que quieren —contestó miss Lunatic.

La mujer la miraba con curiosidad.

—Además, seguramente para usted sería un recuerdo.

—Sí, claro, pero el recuerdo lo voy a seguir teniendo igual. Ahí llega su vagón. Tome, que se deja un paquete. Adiós, guapo. Dame un beso.

Los vio meterse apretujados contra otras personas. Luego contempló sus rostros sonrientes, a través de las puertas correderas, plagadas de grafitti. Le gustaba saber que, entre aquel tropel de desconocidos, iba un niño llamado Ray que se llevaba un objeto suyo. Por detrás del cristal, la mujer, con gesto efusivo, pero atenta a que no se le cayeran los paquetes, estaba tratando de mover el brazo gordezuelo de Ray para que le dijera adiós a miss Lunatic, agitando la campanilla con sus deditos torpes. Pero se le acababa de caer al suelo, ¡vaya por Dios!, y su madre ahora se estaba agachando para recogerla. Miss Lunatic no pudo conocer el final de la historia, porque el vagón arrancó.

Se quedó mirándolo desaparecer engullido por el túnel, y luego echó a andar hacia la salida. Andaba encorvada, arrastrando los pies, presa de un súbito desaliento. ¿Adónde iría a parar con los años su campanilla?, ¿qué sería de Ray cuando creciera? Se puso a pensar en la transformación incesante de las personas y de las cosas, en las despedidas, en los fardos que va echando el tiempo implacablemente sobre las espaldas.



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